Algo raro está sucediendo con el clima de mi paÍs, sobretodo en Santiago. La lluvia se ha quedado estancada en hipotéticas nubes, que es posible que sean nada más la escenografia dudosa de una fatamorgana celestial que se niega a desplomarse sobre la ciudad. Los paraguas bostezan en sus retiros y las vestimentas de estación se sienten desnudas sin alguien que les de forma y sentido. Se añoran los charcos, esos espejos barrosos en donde se reflejaba la batalla no espiritual de las alturas con su bombardeo tronante y la estocada de un rayo partiendo la noche en dos. Al parecer, somos las víctimas propiciatorias y también los hechores, cada cual y cada uno agregando la cuota para esta escalada apocalíptica que ensombrece el porvenir, si es que éste es posible, o sea sólo un simple vocablo arqueológico.
El paisaje se agrieta tal si lo observáramos a través de un cristal esmerilado. Mas, lo sorprendente proviene de la flora que aguarda indemne el transcurso de las estaciones. Como el sol se envanece usurpando tibiezas veraniegas ya en las postrimerías de mayo, árboles, arbustos y cuanta especie que verdee por doquier, permanece intacta en follaje y arquitectura. Y las acacias, los ciroleros, los álamos y los plátanos orientales, entre otros, espeluznan con su extemporánea fronda y no nos extrañaría imaginarlos también a ellos con la duda inscrita en su savia, leche y sangre de esta especie que silencia sus interrogantes. Puede ser un presagio, cuentos de la abuela, naipes arrojados al tapete para vislumbrar siquiera sombras, valiéndose de lo arcano y lo profundo para aventurar alguna teoría que transforme la interrogante en sorpresa y ésta en el silencio de los sabios.
Los hombres del tiempo anuncian lluvia y desalientan las esperanzas para transformarlas en desengaño: cuatro gotas que titubearán en dejarse caer sabedoras de su mezquindad y abajo, esperando anhelantes, con la avidez de seres desérticos, cada uno ansiando que el pronóstico haya silenciado parte de sus tecnicismos para sorprendernos en lo torrencial, ríos que inundarán las avenidas, avalancha despiadada sobrelos tejados, lagunas que espejearán entre el amoblado de las viviendas. Y no sea la voz de los pobladores injuriando a las autoridades, sino el chapoteo desenfrenado por este anhelado regreso, lluvia en todas sus manifestaciones, goterones interpretando la sinfonía que alentará la añoranza de braseros y de sopaipillas, de tertulia tras los vidrios empañados, de otoño con todas sus letras, en el alma y en el estrujar de la ropa envanecida al fin tras tanto silencio de los cielos.
Por ahora, todo esto es simple alegoría. No se descargan los torrentes celestiales y no se avizora nada diferente a este panorama sombrío. Y los paraguas aguardan en los estantes y hasta es probable que en su estructura se haya producido un conflicto de inexplicable razón que les haya hecho olvidarse de su misión. Son cosas de paraguas, así como ese cielo estéril dominado por un sol rubicundo que insiste en expresarnos a punta de sorocho que mucho de nuevo se está produciendo bajo sus dominios.
|