Y cuando el gong resonó con el estruendo de mil campanadas llamando a la batalla, el boxeador, demolido por esos guantes que con implacable pericia hacían blanco en donde tenían claro que el dolor clavaría sus aguijones, no respondió al llamado que aun reverberaba en sus oídos. Odiaba más que temía a ese personaje enfundado con un pantaloncillo calipso que dibujaba los movimientos precisos de su bailoteo fantoche, su tensión y su enorme destreza. Y esos guantes, una vez más, proyectiles programados para precipitarse sin clemencia sobre él, demoliendo su honra, su optimismo, sus esperanzas, valores que parecían escapársele por los boquerones que sangraban cada vez con mayor profusión.
Y el boxeador, confundido, atontado por ese castigo inútil, ya no quiso levantarse y permaneció exánime, casi dormido, presintiendo que ese sería el fin del combate y que muy pronto percibiría entre candelillas y difuminada, la imagen de su rival, alzando sus manos triunfantes.
Y sin reparar en los consejos de sus mentores, de sus padres y de todos los que unían sus voces para instarle a no claudicar y de proseguir con renovados ímpetus en lo que se había propuesto, decidió que esa mañana no se levantaría de su cama para acudir a su primer día como sparring de boxeadores profesionales.
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