Lo encontraron desvanecido, casi muerto, con algunas feas quemaduras en el rostro y en las manos; por su estado dedujeron que seguramente llevaba días deambulando extraviado. Inmediatamente fue trasladado al hospital. Lo curaron del cuerpo pero no más allá, su mente era un papel en blanco y su espíritu parecía haber abandonado su cuerpo.
Al hacerle otros exámenes, diagnosticaron que había perdido la memoria y el habla. Buscaron por la zona pero nadie había reportado un accidente. Nadie lo asoció a un terrible descarrilamiento ferroviario que había ocurrido a cientos de kilómetros del lugar; hubiera sido imposible que un ser humano en condiciones tan deplorables hubiese podido hacer el extenso trayecto.
Trataron de ubicar su procedencia, fue imposible, no tenían forma. De él no lograron obtener ningún dato, no tenía documentos, no hablaba y permanecía con la mirada vacía de expresión. Sus ojos eran dos mares en calma, nada los perturbaba, nada los asustaba, nada los conmovía. Lo único que tenía vida eran sus manos, las movía como si esculpiera el aire.
Cuando ya no hubo motivos para mantenerlo internado, comprendieron que no podían abandonarlo a su suerte y lo instalaron en la casita del jardinero del hospital. Pedro, un sesentón bondadoso, recibió al muchacho como a un hijo y se dispuso a enseñarle su oficio.
El joven, sorprendiéndolo, comenzó a utilizar las tijeras de podar con maestría. Pronto árboles y ligustros fueron verdaderas réplicas de obras de arte que despertaron la admiración de los pobladores del pequeño pueblo, quienes adquirieron la costumbre de pasear por allí, deleitándose. Pedro estaba feliz, pero preocupado. ¿quién era ese muchacho de mente extraviada?. La memoria de las manos que era la única que mantenía, indicaba a un artista. La gente comenzó a apodarlo "El Escultor". Pronto dejó de preocuparse, era su hijo ahora, él lo cuidaría.
Lejos de allí, Dolores, una abuela consolada por su familia, se recuperaba de las heridas sufridas durante el accidente de tren al que había sobrevivido milagrosamente. Recordaba con agradecimiento y tristeza al joven matrimonio que viajaba a su lado.
Conversaron mucho en el transcurso del viaje, ellos le participaron alegremente de sus proyectos. Viajaban a una tranquila aldea donde él podría dedicarse, entre otras cosas, a su vocación de escultor y ella ejercer como maestra, después que naciera el hijo que latía en su vientre. Lamentablemente, cuando reaccionó y preguntó por ellos, supo que ambos habían muerto.
Según le informaron, el muchacho, había perecido carbonizado, como otros pasajeros imposibles de identificar. La joven había aparecida muerta a un costado del accidente, como si alguien la hubiera rescatado de entre las llamas y la hubiera depositado sobre un colchón de flores de esas que crecen a las orillas de las vías del ferrocarril. Aunque su cuerpo estaba aparentemente intacto, el impacto la había desnucado provocándole una muerte piadosa.
Dolores nunca olvidaría que fue él quien la sacó semi desvanecida de entre los hierros retorcidos del tren, dejándola a salvo, antes de reingresar por su esposa unos segundos previos a que el vagón se prendiera fuego totalmente. Ante el impacto visual de semejante desastre, Dolores se había desmayado y ya no supo nada más, hasta que días después, ya consciente, insistió para que su familia averiguara el destino de los jóvenes esposos y allí supo el triste fin de ambos. La única forma de agradecer la generosidad de quien la había salvado era rezar por las almas de los desdichados.
En la aldea, El Escultor sin memoria, daba vida a una paloma.
María Magdalena Gabetta
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