El padre Coruco, humilde sacerdote católico, bondadoso y gentil se disponía a oficiar en su iglesia de pueblo, la misa de cuerpo presente de don Abundio, el más acaudalado del lugar, donde según el vulgo se murió de los corajes que le hacía pasar doña Ludivina su joven y pizpireta esposa, por sus múltiples devaneos. En la seriedad del templo ella se daba vuelo con el joven Pitorro, salaz y concupiscente sujeto, mientras el curita decía:
—Hermanos, sabed que Dios nos hizo a su imagen y semejanza.
—Excepto al carcamal de tu esposo —le susurro Pitorro a la viudita— ya que era calvo, gordo, viejo y feo.
El buen sacerdote, algo molesto por las risitas de su feligresía, al fin terminó el acto religioso y acompañó el féretro al panteón. El difunto por haber sido pilar de la iglesia y furibundo católico sería enterrado de cuerpo entero, nada de cremación, eso era cosa del chamuco.
Al bajar la caja donde estaba don Abundio, cayó cerca un rayo que iluminó la escena con la sorpresa y el pavor de la enorme concurrencia.
El padre Coruco, asertivo como siempre, dijo:
—No se preocupen hermanos, es Dios nuestro Señor, que envía una luz que guiará el alma de nuestro hermano al cielo para que no ande de peregrina.
—JaJaJaJa —se oyó una macabra risa y una voz cavernosa dijo:— yo soy Lucifer y dado que el alma del llamado don Abundio fue una gran pecadora y que el verbo pecar no tenía misterios para ella, me la llevo de peregrinaje al castillo de las tinieblas, además ya Ludivina me facilitó el trabajo poniéndole unos enormes cuernos.
El Pitorro además de follador era ventrílocuo.
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