Llevaba dos días lloviendo, en una secuencia que probablemente alcanzara a un mes, en un plazo de dos. No se trataba de algo corriente en los últimos- me atrevería a decir- veinte años. Sería recordado el año aunque, quizá, exclusivamente por aquel monocorde, reiterativo y húmedo acontecimiento. Pero esto fue bastante después del episodio del hombre biónico y los atracadores del campo de Almería. Mucho después del tiempo en que el hombre vagaba hacia el norte huyendo de los desiertos.
Aquel año, fue, quizá, el último torrencial, la despedida, el canto del cisne en materia climatológica. También fue- creo recordar- el último en que oí tocar a la puerta.
El futuro pasaba, pensaba in illle tempore- como dicen los latinos- por el arreglo con una mujer, un acuerdo, una entente cordial, una satisfacción mutua. Luego un poco más tarde- como unos cinco años después de los tiempos del hombre biónico- comprobé que gracias a aquella ilusión gané futuro. De hecho el futuro es expectativa. Sin expectativa no hay futuro. Esto que puede parecer una perogrullada, lo es. Porque, qué es el futuro sino expectativa.
Abrí la puerta y era el futuro, con una vestimenta fúnebre y acompañado o pertrechado de una guadaña; con unas zapatillas rojas, aventurando que la función terminaba con sangre por el suelo. Ni que decir tiene que le invité a pasar, indicándole una silla. Rehusó sentarse señalando que no había venido de cumplido. Me entregó un níveo sobre sin nada escrito por fuera y sin abrir del todo, asomando una tarjeta color salmón. No me anduve con rodeos, pidiendo una respuesta rápida al motivo de su visita. Me dijo que dentro del sobre estaba escrita la fecha de mi muerte.
Han pasado dos años. Lo tengo- el sobre- encima del tapete de una mesa camilla, sin abrir. Algunas veces siento una poderosa tentación de hacerlo- abrirlo-, mientras que en otras ocasiones me conforta bastante no moverlo un ápice de allí.
Cuando por fin me decidí a hacerlo, sufrí un ataque vascular. Por lo que se hizo doblemente interesante aquella misión indagatoria. Era un consuelo. Mi muerte estaba señalada para otro momento. Cuando entraron los del Samur les dije que no se preocuparan, que estaba blindada mi salud por aquel augurio, y por mucho tiempo.
Me miraron extrañados. Pero lo peor de todo es que nadie me cree y me observan con la sospecha con que sospecho se mira a un loco. Menos mal que no les he dicho nada del hombre biónico.
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