Marín, psiquiatra de los pobres, más bien, cantinero de “La suerte loca”, cantina de barriada, era gentil, amable y bondadoso con su abundante clientela (mejor que los psiquiatras con título).
Un martes en la tarde, se dio cuenta de que en la barra estaba don Fabricio, que tomaba un tequila tras otro con una cara de abatimiento que daba grima. Solicito el buen barman le preguntó que le pasaba y en que podía ayudarlo.
Con lágrimas en los ojos, el buen Fabricio, le dijo:
—Ayer, llegué a mi casa antes de lo esperado y encontré a mi esposa encamada con el toroso mancebo, repartidor de pizzas, ambos en “peletier”.
—Desde luego ¿le dio su merecido al cabrón repartidor? —preguntó Marín.
—No, era demasiado grande y fuerte. Pero, enojado le grite furioso a la pecadora: ¡puta! ¡Bribona! ¡Hija de la chingada!
—Y que hizo la meretriz.
—¡Ay, Fabricio! —se quejó mi mujer, sin suspender lo que hacía con muy buen ritmo—, ¡Tú insultándome y yo aquí entrenándome para darte un mejor servicio!
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