Velorios
Quienes han disfrutado de la hermosa vida de campo, seguramente recordarán imágenes inolvidables. Yo las tengo presente todos los días y las extraño. Hoy recuerdo una en particular que reiteradamente me vuelve a la memoria. Un velorio de campo.
Tenía un amigo que era puestero en un estancia ubicada en un desolado paraje del oeste de Villa Dolores, ya en los llanos riojanos. La pobreza y la soledad eran distintivos de la zona. Para encontrar un vecino había que desandar muchísimos kilómetros. Cada tanto, con un grupo de amigos lo visitamos y él nos recibía con sincera alegría. Lo poco que tenía lo compartía con el corazón. Nosotros regresábamos reconfortados y felices.
Un día alguien nos vino a avisar que nuestro amigo había muerto. Se llamaba Felipe, tenía apenas 50 años y varios hijos. Sufría de mal de chagas, igual que toda su familia, y una crisis cardíaca lo había fulminado.
Rápidamente organizamos el viaje, convencidos que seríamos uno de los pocos que acompañaríamos al amigo. Cuando llegamos recibimos la primera sorpresa. Alrededor de cien personas que habían llegado en sulquis y caballos, estaban reunidos en el patio. La capilla ardiente se había levantado bajo el alero de su humilde rancho. Las mujeres formaban círculos y cuchicheaban en voz baja. Los hombres jugaban al truco o a la taba, mientras otros asaban dos costillares. El silencio se interrumpía cada tanto, cuando nuevas visitas se acercaban al alambrado. Entonces una vieja, diminuta, sin dientes y toda vestida de negro, se levantaba como un rayo y llorando a los gritos se dirigía a recibir a los nuevos visitantes. Desandaban llorando todos el camino hacia el féretro y se unían en rezos y plegarias. Después de nuevo el silencio, hasta que una nueva visita obligaba a repetir el cuadro.
Por la noche se puso frío, muy frío. Una helada “blanca” caía impiadosa del cielo. En esas circunstancias alguien advirtió que “la llorona” iba y venía hasta donde tenía estacionado su sulqui. La siguió y develó el secreto. En un cajoncito ubicado en el asiento guardaba un pote de Ginebra Llave y se tomaba generosos tragos. Entonces el curioso no tuvo mejor idea que cambiarle la botella por una que guardaba kerosene. La “llorona” volvió a hurtadillas y rápido tomó un generoso trago. El silencio de la noche fue invadido por insultos e imprecaciones y entre toses y arcadas abandonó el lugar ofuscada. Mi amigo se quedó sin nadie que lo llore. A esa hora solo se oía el ruido de la taba. Nunca más entré a ese campo. Cuando días después pasé por su frente vi que una humilde cruz de madera, adornada con descoloridas flores de plástico, era lo único que lo recordaba. Su familia fue cayendo año a año por el chagas. La pequeña cruz también se perdió con el tiempo y quizás sea esta la última vez alguien recuerde a Felipe. Los amigos se ponen viejos y ya ni lloronas quedan en los campos. http://youtu.be/wMSg1WX6Bhc
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