Confieso que ya había escuchado más de una vez que estaba crecido para estar encerrado tanto tiempo, así que ese fin de semana me armé de ganas y decidí salir por la noche.
Sabía que salir no siempre era agotador o peligroso, pero para mí fue en extremo incómodo. El hecho que ya estuviese afuera empero, me animó y busqué nuevos aires, chillando de éxtasis, me adentré al mundo de la noche.
Desde el principio me encontré rodeado de mujeres, muchas, bastante parecidas a mí, se retorcían semidesnudas a mi alrededor, algunas eran particularmente bulliciosas y la verdad no me atrajeron. Yo solo tenía ojos para mujeres mayores, sobre todo sentía un imperioso afán de acercarme a cuanta teta pudiese ver, tocar u oler.
Desde esos momentos, supe que las mujeres eran lo mío.
Mi primer beso no se hizo esperar: aunque confieso que hubiese deseado que sea una rubia de sonrisa angelical mucho mayor que vestía de blanco y que me sonrió con tanta emoción que prendió en mis interiores esa llama que exige cercanía a seres de carne y hueso para dar calor. Pero no debo quejarme, semejante dama guapa, entrada en años, con aromas a vainilla y rosa mosqueta, no pudo contenerse ante mí y me besó delicadamente en los labios, tendida en su lecho blanco.
Desde ese primer beso todo cambió: Por el cariño y pertenencia que se me había inoculado, supe que las incomodidades previas valían la pena: estaría por siempre agradecido a mi madre por no abortarme, como le habían exigido sus parientes, meses atrás.
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