Es de noche, los vidrios de la pequeña ventana están empañados por la lluvia. En un rincón, sobre un sofá mugroso, con un vaso de whisky en las manos, los ojos cerrados, las largas piernas estiradas y la cabeza como desmayada contra el respaldo, está Rodolfo.
Si no fuese por el compulsivo movimiento de llevar el vaso casi sin descanso a su boca, parecería que se encuentra dormido; el cuerpo relajado como si su dueño estuviera inmerso en otro mundo.
Ha pasado casi dos horas en esa posición, desde que el temporal desató su furia; tiempo interrumpido solamente por los breves momentos en que, acabado su trago, se levanta a buscar otro y volver inmediatamente a esa nada en la que se encuentra.
De pronto se estira y escucha; el repiquetear de las gotas contra el tejado suena como pasos que se acercan. Pero no, es sólo fruto de su imaginación afiebrada por el alcohol. El viento y la lluvia suelen crear esas malas pasadas. Pasos, gemidos, voces de ultratumba, todo lo que no quisiéramos escuchar se escucha en una noche de tormenta, cuando se está solo y únicamente los malos recuerdos acompañan.
Se para tambaleante y va hasta el bar a buscar otra dosis de “veneno” como él lo llama. Él y el alcohol se han hecho grandes amigos desde que ella, sin mediar palabras, tomó su pequeña valija y se marchó en un auto que la esperaba en la esquina.
Esta noche más que nunca está dispuesto a emborracharse hasta perder el sentido, necesita olvidar y no pensar.
Ha leído que se puede morir bebiendo, él quiere morir así.
Contra los vidrios de la ventana golpea un postigo que olvidó cerrar; el viento y la lluvia arrecian, mira distraído antes de regresar a derrumbarse en el sillón; de pronto, la ve, contra el vidrio, apenas apoyada en el alfeizar. Una paloma pequeña y gris.
Sus alas están mojadas y parece que en cualquier momento el viento va a arrojarla sobre la calle, varios pisos más abajo.
- ¿Dónde van los pájaros que mueren? – piensa, parodiando la pregunta de una vieja canción
- ¿Tendrán un cielo especial?
- No creo que vayan al mismo infierno que iré yo –
- Jajaja – ríe irónicamente, el infierno lo tiene acá, ahora; no necesita morir para conocerlo.
Casi sin pensarlo va hasta la ventana, la abre, saca una mano y el ave asustada y aterida se deja agarrar. De la misma forma inconsciente, toma un pulóver viejo tirado sobre el sofá; la seca y la mira.
La paloma lo mira en respuesta y así quedan, por un rato, el hombre y la paloma, mirándose; como si un entendimiento especial se transmitiera entre ellos. El apenas la toca para arrebujarla mejor en el viejo pulóver y la siente cálida, palpitante y, sobre todo, la siente viva.
La deja con suavidad sobre el sofá, envuelta y protegida, una suavidad que hasta a él mismo lo extraña. La paloma lo sigue mirando, como si entendiera la soledad del hombre y quisiera trasmitirle algo.
Rodolfo, le da la espalda y se acerca a la ventana, apoya su frente contra el vidrio frío y húmedo; los relámpagos cubren el cielo y en la calle alcanza a vislumbrar un perro callejero que busca refugio contra una puerta.
- Es la noche de los abandonados - se dice, y ríe nuevamente al darse cuenta que se compara con la paloma y el perro.
En ese momento, la puerta dónde el perro se ha protegido se abre dando un respiro de luz a la oscuridad reinante; una joven lo hace ingresar, mientras el animal colea de felicidad imaginando un lugar acogedor y con seguridad, una comida; la mujer ríe a carcajadas Se siente bien esa risa que trepa por las ventanas.
Al cerrarse esa puerta, el silencio y la oscuridad vuelven a la calle, pero Rodolfo la ve ahora como algo vivo.
Mira la paloma que parece haberse dormido, piensa que comerán las palomas y recuerda un poco de pan que quedó de su magra cena; va hasta la cocina y antes de comenzar a desmenuzar el pan para alimentar a su nueva amiga, vuelca en la pileta el resto del alcohol que aún queda en su copa.
María Magdalena Gabetta
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