En aquella guerra, uno, probablemente, era General, pero también de un ejército compuesto solamente por su persona, con lo que había que hacer funciones distintas, a diferencia del grupo articulado que se podía permitir la especialización. Sin embargo, en el primero no había grietas, ni insubordinaciones, sólo literatura. Había sido uno elegido para el mando mediante el único recurso posible: la necesidad de estar ojo avizor si quería seguir siendo entre aquella lluvia de balas cruzadas con las que, al final lo había visto, deambulaba.
Un tanque del ejército (pongámosle verde) acababa de aparcar un poco a la izquierda del campo de visión de mi carro de combate( que no era sino una ventana de sesenta por sesenta mediante la que se iluminaba, también, la habitación).
En aquel carro de combate, pongámosle literario, discurría últimamente gran parte de mi vida y por tanto- no había que apurarse- constituyendo un elemento neutral, una especie de árbitro en aquella contienda. (Una contienda en la que, lejos de producir agrado, parecía estorbarnos la compañía. Fundamentalmente la compañía del pobre- no se soslaye esto.)
El tanque del ejército verde había hecho una nueva maniobra, probablemente en busca de otro tanque, pero ahora de cerveza y para los entresijos del piloto. Así era. Por un momento se había puesto a tiro de mi campo de visión, pero era muy difícil hacer blanco con el único proyectil del teclado del ordenador. La pluma siempre ha sido más débil, no se olvide, que la espada.