Echado a morir, tendido en un lecho crujiente, con pensamientos dispersos que tienden a confundirse entre ellos para dar a luz grises esperpentos que saben a nada. O a muchas cosas. Difícil es precisarlo cuando ese estado manifiesto que algunos llaman depresión transforma la habitación en un calabozo color desesperanza, cuyos tonos deben resolverse entre el ocre y los matices repulsivos de las miasmas.
Nada oprime más el pecho del pobre desgraciado que las incertezas de su dolor. El calendario que cuelga en un rincón es un pálido referente de los días que se van colando en una especie de embudo para gotear como si fuesen la sangre oscura e imprecisa del tiempo. Y allí yacen confundidas las horas lánguidas con los tortuosos días, exprimidos en esa juguera infernal que es similar a los inconmensurables hoyos negros que pueblan el universo, pero que carece de la capacidad de tragarse ese residuo, sino que le permite estancarse como un pantano.
El sol no se atreve a penetrar por las rendijas de ese cuarto y si algún rayo curioso quisiera inmiscuirse, pronto se dará cuenta que allí sólo reina la noche más oscura, un universo que ha creado sus propias leyes y sus propias sombras.
El tipo no ha cambiado en ningún momento su posición fetal. Nada aguarda y es indiferente al paso de las horas. Sobre su velador, una cajetilla de cigarrillos permanece intacta y es la señal inequívoca que el hombre está absoluta y visceralmente desconectado de todo. Su celular ha estado apagado por largos días y sin embargo, nadie ha llamado a su puerta. Es la soledad, la miseria, la sensación de inutilidad y la carencia peregrina de siquiera una mísera señal que lo conecte con el mundo. Pero no es todo. El hombre, con los ojos cerrados, quisiera morir, alejarse de una buena vez de lo terrenal y ser un ente incorpóreo al que no le duelan los recuerdos, los rechazos y su propia nimiedad. Pero tampoco es capaz de acabar con su existencia, quizás porque los muñones de alguna religión autoritaria aún tienen el suficiente poder amedrentatorio. O tal vez, porque en su mente se anida el miedo visceral a lo desconocido.
Y allí continuará tendido en su lecho crujiente hasta días indeterminados y se perpetuará la noche en su alma.
Un crepitar sordo lo saca de sus negras cavilaciones, todo comienza a cimbrarse y pareciera que son los brazos de un personaje fabuloso los que tratan de desmoronar su habitación. El hombre abandona su postura fetal y salta como impelido por una fuerza descomunal. Una cosa es morir por iniciativa propia y otra terminar despedazado bajo los escombros por un suceso no planificado por él.
La tierra se encabrita y es en ese instante la cubierta de un barco estremecido por las olas. Las edificaciones se bambolean como si estuviesen ebrias y luego se derrumban con estrépito sordo. Una bruma de polvo realza el paisaje apocalíptico en donde los edificios que quedan en pie rechinan por el violento vaivén. Es un terremoto y la gente se disemina en todas direcciones tratando de encontrar un lugar seguro. Este no existe, por supuesto, ya que el pavimento se levanta y deja ver sus vísceras de piedra y cemento, Gritos y llanto se mezclan con las voces de quienes, de algún modo u otro, tratan de colocar orden dentro de la estampida. El cruel fenómeno de la naturaleza por fin se disipa y sólo reinan la polvareda, los quejidos y el llanto.
Muchas edificaciones han sido las que se han desplomado y hacia esas ruinas acude un tropel de hombres para tratar de salvar a los que estén con vida y permanezcan atrapados. Nuestro hombre se ha unido al grupo y corre junto a otros, impelidos todos por la urgencia.
El edificio está demolido y algunos intentan abrir boquerones en el cemento para visualizar algo. Nuestro hombre, Javier, por colocarle un nombre, se ha armado de un fierro y después de bregar con todas sus fuerzas y ayudado por otros, descubre una pequeña ventana. Gritos de entusiasmo se alzan al unísono. La faena es peligrosa pero el salvar aunque sea una vida es la consigna. De pronto, el llanto desesperado de un niño se filtra por las rendijas. Javier se aproxima a ese remedo de ventana y grita hacia adentro. Y un chicuelo delgado estira sus brazos para que nuestro hombre lo rescate. Javier hurga dentro de ese boquerón hasta sentir el contacto de ese cuerpecito frágil.
Con el niño a salvo, el improvisado grupo de rescate reanuda con más ímpetu su tarea hasta dar con otras personas.
-¿Cómo te llamas?- le pregunta Javier al niño, que ahora está en manos de los enfermeros.
-Mi nombre es Arturo- responde el chico. Su familia está también a salvo, pero lo han perdido todo.
Esa noche, después de una larga jornada, Javier bebe un café junto a otros hombres. El día siguiente será aún más laborioso. Hay tanto que remover, tanto que restaurar. Y por supuesto, demasiada gente a la cual auxiliar y tratar de devolverles sus esperanzas. El hombre también lo ha perdido todo, es decir, lo poco y nada que poseía. Y echa de menos ese camastro rechinante que de algún modo soportó sin regaños sus desvelos. Tiene claro, sin embargo, que se ha conectado de una forma vital con el mundo y ante eso su rostro dibuja un gesto de asombro.
Es tarde ya cuando se tiende en un lecho tan precario como el suyo y adopta esa misma posición fetal de costumbre, pero los lamentos que se cuelan por todas partes no le permiten conciliar el sueño. Mañana será otro día, eso está claro. Y el mismo se sorprende al percibir que algo muy diferente a la espesa e indefinible melcocha en que se encontraba inmerso, comienza a embargarlo.
-Quizás mañana…- alcanza a susurrar antes que el sueño lo envuelva en sus refajos.
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