Subiendo la cuesta de La Montaña- de la calle de La Montaña- te adentras de nuevo en los sitios de la niñez y sin comerlo ni beberlo te das de bruces con el viejo vecindario que se ha quedado allí guardando el fuerte. Ve uno cómo la vida va radicando a cada cual en diferentes barriadas. En viviendas mayores o más pequeñas nos va colocando- la vida- el caparazón. Subía uno con su caparazón vital la cuesta de La Montaña, como en canto de cisne, recorriendo lugares de mi niñez, aquel otoño que se estaba despidiendo con chuzos en las canaleras; cuando observé que de mi infancia sólo una casa mantenía la composición que recordaba. Aquel marrón terroso lamido por el tiempo y la lluvia se estaba convirtiendo en el único testigo arquitectónico de mi existencia. Las paredes de mortero alumbraban de vez en cuando un canto rodado, que finalmente caía, por su peso y el desgaste que iba sufriendo la pared con el paso de los años. Que no pasaban en balde según el proverbio. Que pasaban arrasando todo lo que se les ponía por delante, derribando los tapiales más débiles, los más expuestos a la intemperie.
Mi habitación, por otra parte, se mantenía en unos justos términos de frío y de calor. Unos términos, más bien, a la baja. Más próximos a los bajos que a los altos. Concretamente, el termómetro digital que tenía, daba dieciséis grados centígrados. Me estaba convirtiendo en un maniático de la temperatura. No había conversación que no estuviera trufada de alusiones mías a si hacía frío o calor.
Y no sé yo qué tiene que ver todo esto con el título que le he puesto; pero, vamos, que hacía frío. Que hacía frío y que cuando me veían de venir se hacían los despistados e iniciaban la diáspora al grito de "ya viene el meteorólogo". Por allí, por la zona del río.