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Se le fueron cayendo los dedos a la Carlina. Primero se le desprendieron el índice y el meñique. Después, se le soltaron los dos pulgares. Uno a uno, esos apéndices se le escaparon sin una causa aparente hasta que sus manos fueron dos muñones informes que onduló en las sombras como una mueca innecesaria. Y allí se quedó la Carlina, sin manos y sin poder hilar una idea de lo que le ocurría. Ya sus dientes se le habían desprendido casi todos, corroídos por un abandono endémico. Y su boca desdentada se llenó de innumerables surcos y ya sin sustento alguno se le fue apegando a la mandíbula. Las palabras se le deformaban en esa oquedad manifiesta y algunos sonidos se batieron en retirada dejando tantas piezas faltantes en su vocabulario como dientes en su boca. La pobre Carlina aprendió como pudo a comunicarse con los pocos seres que se atrevían a pulular en su proximidad.

Luego se le cayeron los brazos, las piernas, el cabello y sus ojos verdes, acaso lo único que iluminaba su rostro apergaminado. Y la pobre mujer, tan indefensa y casi sin voz, arrojó lo que quedaba de su cuerpo en el jergón que dominaba su casucha maloliente y se convulsionó como un animal en agonía. Ya sin poder ver y sin siquiera imaginar lo que quizás serían sus últimos días, se quedó por fin dormida. Y se soñó a sí misma como la bella muchacha que había sido una tracalada de años antes cuando bailaba de cara al sol y movía todo su cuerpo, siendo esta la alegría exultante de quien se sabe poseedor de todos los dones de la existencia.

Había amado y le habían correspondido, su paso por la vida había sido una larga lista de parabienes, de halagos y requiebros, su pie sólo había sentido el roce suave de las alfombras y los cristales de su risa eran el pasaporte que le franqueaba el paso adonde se lo propusiera. Así fue por mucho tiempo, deshojándose los años con ese traicionero andar que pareciera detenerse cuando un ser está embriagado de felicidad. Pero, las implacables huellas comenzaron a aparecer con pasos silentes pero irremediables. Y la belleza, que pareciera ser la primera flor que se marchita en las personas, dio paso al desencanto, al desenfreno y a la búsqueda irremediable de sucedáneos que le devolvieran esa lozanía que se le escapaba de las manos.

Pero, después que se va la belleza, si se es afortunado, permanece el acervo y lo ganado con pasión y con esfuerzo. Pero, agregándose al paso del tiempo, los malos negocios y el infortunio hicieron lo suyo y la pobre Carlina se quedó de brazos cruzados, abandonada en lo absurdo de esa cima en la que sólo se avizora el vacío.

Y de allí, tras esa escalada de tragedias, el recato también fue víctima propiciatoria, bailó desnuda por las calles y cayó ebria en cualquier lugar. Y el tic tac del reloj que continuaba con su irremisible marcha, devorándose las horas, los días y los años. La locura dio paso al abandono, ese trance que se podría juzgar como lo acomodaticio de las sociedades que no se hacen parte del descarrilamiento de algunos o simplemente se encuentran indemnes ante lo que parece imposible de remediar. Y una casucha mugrienta fue desde entonces su morada. Sus vecinos fueron los perros vagos y las ratas que se despercudían después de convivir en las inmediaciones del río que pasaba cerca y que como los días, corría inexorable e indiferente.

Y ese tronco delgado y sarmentoso que era ahora la mujer, aterido del frío que le helaba hasta su alma, de la que al parecer aún permanecía un simple colgajo, dio paso a una extraña metamorfosis. Fue una suave brisa que se le filtró por las narices y fluyó dentro de sus fosas nasales para continuar su trayecto por cada uno de sus órganos. El temblor cesó por fin para dar paso a una sensación plena de embriaguez. La mujer entreabrió sus cuencas vacías, imaginando las sombras arrellanadas en su entorno. Pero no. Por una extraña razón, se vio reflejada en una lata que utilizaba de espejo y fue tan grande su perplejidad, que gruesos goterones surcaron sus mejillas. Y supo que su boca estaba habitada por robustos y blancos dientes y sus labios, carnosos y sensuales, se entreabrían con lúdico placer. Eso no era todo, sus manos habían recuperado todos sus dedos y embriagadas de entusiasmo dibujaban círculos en el aire. Sus piernas estaban de nuevo en su lugar para sustentar el renacido cuerpo y se unieron a las manos, a los brazos y a toda su anatomía que celebraban este milagroso hallazgo. Para inaugurar esta fiesta que había surgido y cuyas razones no valía al caso dilucidar por ahora, intentó dar un loco paso de baile. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso la vida le devolvía con creces todo lo que había dilapidado? Pensó en los hombres que la habían amado y a los que había correspondido. Pensó en su existencia repleta de estigmas en estos años oscuros. Y lanzó un grito al aire, que era la mezcla de todos sus cuestionamientos y de una alegría desbordada y luego rió y rió con un raudal de carcajadas hasta que perdió la memoria.



-Carlina, Carlina. Despierta.

Y la muchacha abre sus ojos y ve a su madre.
-Por Dios mi niña, ¿qué te pasó? No pude dormir en toda la noche hasta que te trajeron tus amigos desvanecida de tanto beber.

-Mamá.

-Dime hija.

La muchacha sonríe. Sólo sonríe mientras su pensamiento se evade por laberintos difusos y el tic tac del reloj persiste, goteando rumores que saben a metal.








Texto agregado el 03-05-2019, y leído por 34 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-05-2019 Qué sueño espantoso! quizás le sirva de advertencia a la joven para encauzar su vida. Realmente da miedo la historia, seguís teniendo el don. Me gustó. Besitos. Magda gmmagdalena
 
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