El hombre que cuidaba sus piedras
Casi como un ritual, el hombre que cada tarde riega las piedras de su ante jardín, aparece cada noche en el patio interior de su casa, previo a acostarse y se para frente al árbol pequeño de los frutos que nunca afloraron. Mientras respira la noche, contempla sus ramas, sus hojas y luego dirige la mirada al cielo, escudriñándolo como intentando adivinar el tiempo para el día siguiente, evocando a su abuelo en aquellos campos, en aquellos años de cielos despejados. Estira sus brazos a lo alto, como una forma de atrapar el tiempo y atesorar tantos y bellos recuerdos. Luego y súbitamente, baja la mirada y se afana en una tarea también diaria, retirando cuidadosamente cada hoja desechada por la brisa de un otoño que ha comenzado a sentirse, de cada piedra que aquel árbol rodea. No se trata de las mismas piedras que en el ante jardín compiten por el cetro de las más bellas, sino de las que humildemente su árbol rodean y hermosean tan solo y por estar, tan solo y por proteger la tierra que lo sustenta.
Y así, con suma cautela y paciencia, va logrando el despeje completo de cada piedrecilla que durante la tarde se vio fortuitamente ensombrecida por las hojas arrojadas desde lo alto de aquel árbol de los frutos que nunca afloraron, pero que aquel ser cuida como si fuera el madero más santo; y así también cuida cada piedra que le rodea, porque no pocas veces ha creído encontrar en ellas alguna que se parezca a las que su abuelo encontraba en la tierra, deteniendo el paso para sentir y confirmar su perfecta redondez y guardarla en su bolsillo con sumo cuidado, mientras caminaban recorriendo los campos, pala al hombro, conversando bajo el cielo de antaño; cielos de ensueños y tan despejados como en ningún otro lugar logró a través de los años encontrar.
Sin contar el pasar del tiempo, detiene su tarea una vez se cerciora que sus piedras lucen cual jardín en primavera.
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