De nuevo se oía el tamborileo de la lluvia sobre el asfalto. Los más ancianos del lugar se remontaban muchos años para encontrar un parangón sincero.
Como no había referencias últimas, uno dudaba si el hecho podía o no tener repercusiones negativas. Desde luego, pensaba, no era nada bueno para el reuma. Y curiosamente- y quizá fruto de mi buen recaudo-, este año no había adolecido de tal dolencia. Había descubierto que el fenómeno estaba muy en relación con la ropa de abrigo que se portara. A más densidad textil, mayor protección frente a aquellos dolores molestos y, sobre todo, intimidatorios.
Se olía, sin embargo, por las fechas que narro, el buen tiempo. Los ancianos del lugar aparecían- como el mejor referente- por los sitios de tránsito. Y como una expresión en la cara que venía a decir: Je, je, seguimos vivos.
Estábamos por entonces en pleno futuro. Habíamos traspasado la barrera de los dos mil diez. Y si los coches voladores no estaban muy en boga, no era más que por ser una estupidez andar volando en plan masivo, de un sitio a otro sin saber muy bien dónde ir.
Vendría la Semana Santa con todo su aparato y boato medio fantasmal.
Medio fantasmal para quien suscribe, sin que uno quiera decir que sus opiniones sean las definitivas.
Me alegraba- fundamentalmente- porque uno era un acólito del buen tiempo que permitía disfrutar del enorme espectáculo de la naturaleza,la que cobraba nuevas perspectivas y dimensiones. La soledad del campo y el descubrimiento de alguno de sus secretos: el vuelo del águila, las escaramuzas de algún zorro en pos de su comida o, mismamente, el discurrir de las aguas de algún manantial medio oculto, constituían auténticos tesoros para mí.