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Dondicler, plantado justo allí, en el punto más estratégico de la tienda, carraspea de vez en cuando, acaso con el único objetivo de espantar la aparente invisibilidad en que pareciera estar sumido. Las ganancias son millonarias en un negocio de este tipo y en consonancia con esto, los empleados emplean todos sus recursos para acrecentar las ventas, en pos de una comisión que a menudo puede ser más abultada que sus propias rentas. Pero es bueno aclarar que esto sólo se trata de un dato anecdótico en este relato. Dondicler, casi inmóvil en su posición, pero alerta a cualquier situación sospechosa, sólo sueña con estar enfundado en los vistosos trajes de los guardias del palacio de Buckingham, rubricados con el espectacular sombrero de piel de oso endilgado en sus testas. Y se le escurre el tiempo en la tarea casi mecánica de mover los ojos de un lado a otro y ensoñarse entretanto con el imaginario paso de una reina de belleza inusitada, ataviado su cuerpo de sedas y luces en esa Gales primaveral, enclavada quizás en el párrafo selecto de un cuento inspirado en nobleza y príncipes encantados.

Pero todas estas divagaciones no son más que quimeras inalcanzables, tanto o más que una muy anhelada y que no es otra que la de tener al lado suyo a la hermosa Sukitas y saludarla con un beso que sea el punto de encuentro, el solaz y la dicha, algo quimérico, considerando que la chica nunca está a la vista. En realidad, ella labora en una oficina apartada de aquella tienda. Pero él la presiente tan suya detrás de esos estantes y de esos maniquíes vestidos a la moda y eso lo desespera porque pasan los días, los meses e incluso un año ya y sólo se ha producido un par de saludos mezquinos al pasar.

Y unos muchachos tratan de evadir su vigilancia y ocultan entre sus ropas varias prendas de menor tamaño. Pero Dondicler, suspirando por el hecho de que jamás podría verse airoso enfundado en el elegante traje de un guardsman y, en otro plano, enloquecido por un inimaginable romance con Sukitas, atrapa a los pillos, les arrebata las prendas y estos huyen despavoridos. Y el muchacho, sin deshacerse del todo de sus ensoñaciones, sólo le da espacio a un suspiro y regresa al punto exacto en donde ha sido asignado y una vez más son sus ojos los que recorren la tienda transformados en certeras cámaras de vigilancia.

Por otra parte, en este país suyo, la realeza es vista como algo demasiado pomposo y muy pero muy lejano a la dinámica social existente. Pero el hombre sueña y se eleva a alturas inconmensurables, mientras sus ojos, vacíos ahora a la realidad circundante, se parecen mucho a los de las maniquíes que seducen con sus ojos de largas pestañas y esas vestimentas de las que nunca harán alarde.

Sukita realiza su trabajo con minucioso afán, pero de tanto en tanto, pareciera evadirse de la realidad. Sus pensamientos parecieran querer traspasar cristales y muros y extenderse como ingrávidos filamentos que se van abriendo camino por calles, ciudades y continentes. Lejos, lejos, volando sobre pastizales que pronto dan paso a ciudades blancas, en las que revolotean las palomas y los niños juegan a ser príncipes.

-Buenos días señorita.
Es Dondicler, que se ha robado una rosa de la florería cercana y ahora se la ofrece a Sukitas.
La muchacha, sonríe con timidez, acepta la flor y se aleja con pasos rápidos, tanto, que se podría asegurar que está huyendo. El muchacho ha retomado su mismo punto estratégico y aunque esa situación le ha dejado una herida invisible en su pecho, tiene la casi certeza de que sus pasos van bien encaminados. Y como la rutina tiene sus ventajas y poco o nada sucede que lo obligue a movilizarse, su mente se evade hacia la campiña galesa, con sus extensiones de verde pasto, con esas ovejas y esas viviendas lejanas y aquellas colinas que se levantan como enormes esmeraldas que invitan a ser surcadas. Se imagina que es un habitante más de esas tierras prodigas, un joven que pronto acudirá a Buckingham para ser investido como guardia de la reina y que abandonará el campo y esas tierras en pos de su más preciado sueño.

Pero despierta de esa bella ensoñación, de ese viaje onírico por tan lejanos lares en el momento exacto en que una clienta le pregunta por la sección abrigos.
Sukitas ha hecho gran parte del trabajo diario y tiene tiempo para divagar. Una vez más sus pensamientos se le han escapado hacia esos territorios soñados. Siente sobre su rostro un sol de tibieza inigualable. Está recostada sobre el césped contemplando el cielo más azul que se hubiese visto jamás. Y ese aroma tan profundo que se le adentra por las fosas nasales como una bendición dispuesta para regocijar.le su espíritu.
-Pero que bien. Su efectividad me asombra, señorita Sukitas. Los anteriores empleados se demoraban semanas enteras en realizar lo que usted ha hecho en un par de horas. Mis felicitaciones. Es usted una joya para nosotros y le prometo que tendrá buenas noticias.
Es su jefa la que se dirige a la joven, despertándola con brusquedad de sus ensoñaciones.

-¡Oh si! En realidad es un trabajo que me gusta hacer. Pero le agradezco sus palabras.
-Insuperable, eso es usted- repone la mujer, quien para sus adentros sólo trata de disimular la envidia que le genera la muchacha. Aun así, ella es la jefa y sólo debe sacarle el máximo partido posible.
Al día siguiente, Dondicler saluda con entusiasmo a la bella muchacha que acaba de llegar y ella le responde con una sonrisa que delata su timidez. Es Sukitas, que se pierde entre maniquíes y estanterías dibujándose su perfil como el de una maravillosa deidad que camina con gracia hacia su estación de trabajo.
Y el muchacho que mueve sus ojos de allá para acá vigilando el recinto y que de un momento a otro la realidad circundante da paso a una ensoñación y regresa a esos lares que ya son tan suyos, que hasta le es posible sentir como una tibieza que es también música, va desplazando a la existente en la tienda, viciada por el tráfago de la ciudad y el hastío de la rutina. Se imagina caminando con paso resuelto hacia un lugar indefinido y esa imaginación se le hace carne y anhelo. Su pecho se inflama de orgullo ya que pronto tomará el autobús que lo conducirá a ese destino tantas veces anhelado. Se sienta en un banco que está pintado de verde y aguarda dichoso.

Nada ocurre en esta larga jornada de guardia en esa tienda múltiple. La gente hormiguea buscando todo tipo de mercaderías, pero nada ha sucedido que saque a Dondicler de sus ensoñaciones. Y se evade una vez más y se apodera de ese que parece ser el mismo que se desdobla en la brillante campiña. Ha creído ver a la distancia a una bellísima joven que retoza en el pasto.
-Pareciera ser ella, claro que sí. ¡Y yo que estoy por partir!
Y grita su nombre: ¡Susaaaaaaan! ¡Susaaaaaaan!
Algo ha incomodado de manera súbita a Sukitas, pero no atina a comprender el motivo de esta sensación. Como su trabajo escasea puesto que ya que lo ha realizado todo, devorándose cifras, cuadros estadísticos y cartas y más cartas que si se dispusieran a lo largo conformarían el material propicio para transformarse en una infinita carretera, un camino que se dilataría de forma inimaginable.
Tendida en ese gramado aromático, pareciera adormecerse para que el sueño se le transforme en mariposas que revoletearán formando círculos. Pero, despierta de pronto, no a la realidad de su rutina diaria, sino ante el grito que se expande por la pradera y tiene la necesidad de levantarse y otear con sus manos trenzadas para ocultar el sol. Y allí está, a doscientos metros o un poco más, el inconfundible muchacho que la llama a gritos.
Y ella corre, como si en ello se le fuera la vida y la pradera que separa a los dos jóvenes se hace infinita, siendo imposible dimensionar distancias cuando todo sucede bajo el imperio de un sueño.
Y Dondicler la imagina viniendo a grandes trancos y ha arrojado lejos su pequeño maletín y corre también hacia ella, diminuta a la distancia, pero reconocible aunque estuviese a cincuenta kilómetros.
Ya están a un paso, el muchacho sonríe y la boca se le distiende de placer, mostrando sus grandes y blanquísimos dientes. Y la chica se arroja a sus brazos y allí se quedan dando vueltas y más vueltas hasta caer rendidos. Se besan con desesperación, con esas ansias locas que preceden a una separación irremediable. Y allí sacian su deseo, intercalando besos que ya no son capaces de contener tanta pasión, llorando, gimiendo y regocijándose de esta comunión que parece individisible. Ha transcurrido una hora en que se han manifestado estos sentimientos tan exultantes. Todo parece quedarse suspendido en esa atmósfera tibia cuando la chica, como despertando de lo que ya es un sueño, inquiere con su voz de acentos graves:
-Así que te vas.
El muchacho sonríe con placer.
-Nos iremos, si tú así lo deseas.

Dondicler siente la necesidad de moverse, de romper con algo que se le ha atragantado dentro y que da la impresión que ya es parte de su existencia. Nadie repara en él al cruzar con sus largas y resueltas zancadas, evadiendo tristes maniquíes, mujeres hurgando en las cajoneras con ropa y vendedoras siguiéndolas con ojo ávido, la rutina inacabable de una tienda de ventas diversas. Ha llegado el muchacho justo allí donde su intranquilidad le atizaba. Y antes que se decida a tomar el pomo para abrir la puerta, esta se repliega hacia adentro y aparece la bella chica de sus sueños y deseos.
Y antes que nadie repare en ese par que se ha abrazado con pasión y que se ha besado como sólo saben hacerlo los enamorados que se devoran y se consumen en esta liturgia eterna e incombustible, ambos toman un rumbo que va más allá de todo ese movimiento alocado que se confunde alrededor de ellos y parten con rumbo desconocido.

Porque es sabido que a veces las ensoñaciones conducen a caminos y a existencias imposibles de imaginar.







Texto agregado el 02-05-2019, y leído por 56 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
02-05-2019 Al rato lo leo hermano. I'm working steve
 
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