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Hoy trepé al Metro, nuestro Metro y del cual tanto nos envanecemos los santiaguinos. Envanecimiento que, a decir verdad, se diluye con rapidez a medida que nos vamos internado por los lejanos vericuetos de nuestro país, en donde surgen carencias que a ojos de los capitalinos nos parecen insólitas. Gente que se sacrifica cuatro veces más que uno de la capital y que vive en forma misérrima y en viviendas demasiado precarias. Están los recursos que no aparecen por ningún lado y obras que son desechadas por existir otras prioridades. Y así, despertamos sobresaltados ante la realidad de este otro Chile, el país que sólo aparece en las encuestas y que es importante cuando hay elecciones. Porque allí, el voto vale, un voto diezmado por el resentimiento, un voto somnoliento que es depositado en la urna con la mayor de las desesperanzas porque al día siguiente todo continuará igual que siempre. Pero eso es harina de otro costal y si bien es un tema que no debemos eludir, son nuestras autoridades quienes tienen todas las facultades para corregir estas ingentes diferencias. Si es que les interesa, siempre y cuando este no sea un tema que les provoque urticaria.
Regreso pues al asunto con el que comencé esta columna. Subí al Metro y debo aclarar que esto no significa que haya puesto mis pies sobre una huincha de medir. Así le llamamos a nuestro ferrocarril subterráneo, tal como en Buenos Aires le llaman el subte y e n otros lugares se les denomina de las mismas distintas formas que se le ocurran a sus creadores. Ya arriba de este eficiente medio de transporte, sólo cabe divagar sobre cualquier situación que se nos venga a la mente mientras nos equilibramos en el mezquino espacio que pudimos procurarnos con la prudente ganzúa del “con permiso”. Pero esto que digo no es algo nuevo y todos, cada uno a su manera, lo ha vivido, evadiéndose un poco en medio de la muchedumbre y fijando la mirada donde no moleste, acaso en los rincones opuestos, allá donde otro racimo de personas busca algo neutro en donde también posar sus ojos.
Pero los oídos, los bienhadados oídos, son otra cosa. Están atentos a todo y no discriminan nada. Escuchan la risa destemplada de dos mujeres que bromean entre sí con aparente desparpajo, se meten en la garganta del muchacho que entona una letanía de injusticias y resquemores y que , luego pide una moneda, una sonrisa o una simple mirada, entendiendo para sus adentros que es preferible el óbolo monetario, que lo otro quedará a título de inventario. Y nuestra oreja, alerta y disimulada entre las crenchas, escucha la entretenida historia narrada por una muchacha a su amiga, en donde relata el infortunio de un tío que siendo un tipo sensato, perdió el juicio y partió a Chillán, sin saberse a ciencia cierta cómo pudo llegar tan lejos sin contar con una chaucha, ya que su hija mantenía a raya los caudales de la casa, teniendo la sospecha que el hombre los dilapidaba en puras estupideces, ofrendándolos acaso a esos pedigüeños que están siempre en estado de alerta . Acaso el señor aquel partió en pos de los molinos de viento o, en su defecto, en la búsqueda de esas vistosas torres eólicas que parecieran estar siempre a punto de despegar. El tema es, prosiguió la muchacha, que luego de esto, fue internado sin dilación en un asilo de ancianos y el bla bla bla de esta conversación pasó a segundo plano al subir al carro una longeva señora casi doblada en dos, que vendía parches curita, mientras voceaba: ¡Ayúdenme con una moneda! ¡Ayúdenme con una moneda! A decir verdad, la señora requería más la ayuda de un bastón para sus menesteres inmediatos, porque se balanceaba del tal manera que creímos que caería al suelo. Pero no, se afirmó en lo que pudo y continuó pregonando su mercadería, la que le fue adquirida acá y más allá y un señor del fondo del vagón y tres o cuatro personas más.
En pocos minutos llegué a destino y atrás quedó un montón de historias suculentas que muchos se guardan entre sus refajos y otros prefieren compartirlas para que tipos como yo puedan escribirlas. De este modo, la señora de los parches curita, el joven cantante de letras contestatarias y la penosa historia de ese pobre señor que hoy contemplará con sus ojos tristes los escuálidos adornos de una pieza ajena, la del asilo, quedarán documentados en un puñado de palabras que se irán decolorando y perdiendo cada vez más su sentido hasta no ser más que una lejana huella de lo que alguna vez sucedió.









Texto agregado el 30-04-2019, y leído por 60 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
01-05-2019 Hay que observar y escuchar. L realidad es muy suculenta. Tú lo has hecho en este viaje en metro. Hipsipila
30-04-2019 Mi querido amigo, aparte del placer de leerte, te digo que me encantó esta historia, un momento en el subte y el oído alerta de un escritor que nos trajo sus escuchas en letras. Un besote. Magda gmmagdalena
 
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