La señora Andrade, Senadora de la república, mientras hojeaba el periódico del día, súbitamente inició una plática que no tenía relación con el tema que iba a tratar. Los invitados, círculo íntimo, la seguían atentos. Nadie interrumpió, conocían su carácter, y más de algún magistrado fue abochornado por su temperamento y el mazo de su ironía.
Nunca me llevé bien con los hombres, por la razón de que jamás callé; al fuego, respondía con fuego; fuego amigo, irónico, pero fuego al fin. Cultivé relaciones agradables con varones. Recuerdo a uno, quien gustaba sobremanera de la música y era aficionado a la ópera. Confieso que cuando escuchaba los agudos de las sopranos, era más mi desatención que el bello canto. Con paciencia, y gracias a sus enseñanzas fui comprendiendo; paralelo surgió el comentario sobre otros puntos de vista, e inevitablemente de nuestra vida. ¡Claro! Con él tuve confrontaciones sobre temas delicados, lo que enriqueció nuestro paisaje intelectual. En sus cartas, pude apreciar, su mirada de varón, que me hizo visualizar otras perspectivas. Muchos meses después, me dio la noticia de que tendría un regalo. Por cuestiones de trabajo se encontraba lejos de la patria.
En aquellos tiempos, era complicado el correo, pues el país se encontraba confrontado y se corría el peligro de que la paquetería desapareciera. Había pasado más de un mes del envío, cuando recibí del correo el aviso que tenía una caja. Me presenté al servicio postal, abrí el bolso para sacar el comprobante; no aparecía el contrarecibo. Saqué mi credencial, al mismo tiempo que le dije a la encargada:
—Vengo por un paquete.
—su contrarecibo, por favor.
—Lo extravié, pero aquí tiene mi identificación, soy catedrática de la universidad.
— Lo siento, sin el documento, no puedo dárselo.
—Viene a mi nombre, yo soy…
—Lo siento, son las reglas, no puedo.
Traté de hacer memoria y ubicar dónde había dejado ese papelito de no más de diez centímetros cuadrados y sí, lo había puesto sobre mi buró. Hablé por teléfono con mis hijos y les pregunté.
—No hay nada mamá.
—Fíjense bien
—ya nos fijamos, no hay nada.
—Pregúntale a Lucha, la señora que hace el aseo.
—Lucha tiene como diez minutos que salió, pues fue a la calle a esperar el camión de la basura.
La ventanilla se había llenado de usuarios y todos sin excepción entregaban su contraseña y se iban sonrientes con su paquete. Esperé, no sé cuánto tiempo a que la dependienta estuviese sin quehacer, para decirle de buena manera que el contra recibo se había extraviado.
— Entonces si así fuese, debe usted hacer un oficio donde detalle el extravío. Y si puede anexar el número con el cual fue hecho el envío, pues mucho mejor. El oficio debe de ser dirigido al C. Jefe de correos, con atención al subjefe del departamento de Envíos y Recepción.
—¿Y el trámite es tardado?
— Generalmente se tarda alrededor de treinta días hábiles. Pues el paquete se traslada a otro departamento, que le llamamos en espera, pues estando aquí, si no lo recogen en la fecha estipulada se reenvía a su lugar de origen.
Me desaparté. Fui a un rincón a suspirar profundo. La señora siguió en su quehacer, pues habían llegado más usuarios. No sé qué pasaba en mi interior. Imaginar que no recibiría el obsequio, me desordenaba. Me di cuenta, que tenía sentimientos que no había visto. Me angustiaba que se perdiese y mi curiosidad de mujer me atormentaba, cosa que no podía creer, pues mi carácter es tranquilo. Estuve a punto de sugerirle aquella mujer de piedra, si con algún obsequio de dinero podría pasar por alto el que no tuviese el contrarecibo, pero su gesto adusto me hizo desistir.
Si yo me hubiese visto, no me habría reconocido. Siempre ecuánime, segura, resuelta y en mis peroratas acerca de la situación del país, las refería por su nombre: corrupción, impunidad tortugismo burocrático. Ahora estaba en una esquina tronando mis dedos, y sin saber que hacer; si salir y buscar algún medio para obtener mi paquete, o quedarme esperando algún milagro. Un algo que llegará o bajase del cielo, pero los minutos transcurrían y no pasaba nada, me sentí por vez primera en mi vida como una absoluta idiota. Cuando me di cuenta, me llené de agua, no podía contener mis lágrimas y si acaso apagué el sollozo con el algodón de mi pañuelo. La sala había quedado en soledad, era ya el momento de cerrar. Cuando escuché que me llamaban.
-Sólo contésteme si desea. Dígame ¿El paquete que reclama se lo manda su novio?
-Sí.
—Haré una excepción, no puedo evitar verme en usted. Así que antes de que me arrepienta, deme su credencial y firme aquí de recibido.
Saben, soy impulsiva, y en cuanto me dio el paquete empecé a destruir con mis uñas la cinta adhesiva, estaba en eso, cuando la señora, me dijo, con un cuchillo se resuelve mejor. Así que entre las dos arremetimos contra el paquete y en breves momentos ya habíamos destripado la caja de cartón duro. Del interior salió una hoja blanca garrapateada con una escritura propia de algún jeroglífico de cultura antigua. Desistí de leerla en ese momento, solo vi la sonrisa cómplice, que me guiñaba el ojo y me decía uff parece letra de médico. Parece que la quiere mucho, mire cuantas cosas hermosas le ha mandado. Es usted una mujer afortunada y en ese momento la tomé de los hombros y le di un beso.
Hoy falleció. Así que la plática que teníamos acerca del movimiento obrero, la dejaremos para otro día, voy a despedirme de una amiga.
Espere Senadora, espere, me dijo mi secretario. ¿Ayudó alguna vez a la señora?
No y sí. Ella nunca pidió nada, pero siempre estuve pendiente de ella. Claro que jamás se lo dije. Nunca lo habría aceptado. Ella pensaba que su trabajo era suficiente para ser tomada en cuenta. Las veces que me habló fue para obsequiarme un festejo, como el de su hija cuando graduó de licenciada.
–Senadora, que pasó con su amigo, el que mandó los obsequios?
– Esa es otra historia que sólo me la cuento a mí.
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