La vida en Tumbaville era tranquila. Sólo en horas punta se agitaba un poco. Pero en general un observador imparcial lo hubiera dicho. La vida en Tumbaville es tranquila. El día siguiente al de piñata, vino un funeral, con lo que aquel golpe de efecto desapareció como por ensalmo, pasándole el protagonismo al difunto. Pensé entonces en el refrán de poner las barbas a remojar pues el difunto no era contiguo pero no estaba fuera del alcance de piedra. Conclusión: había que abrigarse y procurar vivir siempre cerca de gente joven. En ese sentido la barba contribuía al fin del abrigo; que para eso estaba. En el siglo había imperado la costumbre de rasurarse, lo que uno consideraba una pérdida de tiempo y dinero. Si al menos depilado hubiera llevado mayor predicamento con el personal opuesto- también llamado contrario, habría merecido el gasto y el esfuerzo la depilación; pero no era así. Lo tenía comprobado. Y no es que quisiera uno perder la vida antes que afeitarse; que lo que uno aborrecía era perder la vida. Que lo del refrán- uno no era tonto- no era por lo de la barba en sí, en cuyo caso no habría más que gente desbarbada por el mundo, que era más bien por la metáfora de que entraba tiempo de pérdidas.
Se dice siempre que el tiempo dice cosas, pero uno tiene observado que el tiempo es un hi de puta silencioso que actúa siempre a traición y ni dice la menor abreviatura de palabra, ni avisa sobre sus propósitos. También se dice que lo único que nos queda es tiempo, que el tiempo lo cura todo, que es oro y que la vida da muchas vueltas, junto a otra serie de pamemas que se predican por no tener la boca cerrada. Algo más difícil- dicho sea de paso- que llevar a un hombre a la luna.
Pero no imposible, que basta con quedarse solo, un poco, y dejarse llevar por la inspiración del momento sin mayores aspavientos ni exhibicionismos. Como había hecho el vecino de las barbas remojadas, pero sin verse forzado por aquel trance accidental, por aquella minucia que llamamos muerte.