Uno mantenía la teoría de que todo lo escrito, con independencia de que fuera publicado, pasaba a ser parte de lo real y cobraba dimensión como las grandes obras de la literatura. Por no se sabe bien qué filtros, quizá por la sola conducta del escribidor, lo que brotaba de la mente en forma palpable; es decir, lo que cobraba dimensión fuera de los propios pensamientos, en una pantalla de ordenador o en un folio escrito a mano, había traspasado la frontera de lo inédito y pasaba a tener repercusión en este mundo. Por ello, había que ser muy cuidadoso, no ya con lo que se pensaba- pecado de pensamiento, según los canónigos-, también con lo que se hacía traspasar a un papel aunque lo mantuviéramos cerrado con siete llaves en el arcón más oculto o en la caja fuerte más inextricable. Y resulta ocioso incidir más en ello; era así y no había más vuelta de hoja(nunca mejor dicho).
El hecho daba una dimensión nueva al oficio de escritor. Uno mismo, que escasamente había logrado llevar a las planchas algo; por este solo hecho "se convertía en lo que hacía", por encima de la consideración de alguien u otras consideraciones que podríamos llamar fiscales- que era el símil que uno consideraba más acorde con lo real. Lo quisiera o no, la afición a traspasar los pensamientos fuera del magín, hacia el exterior, por esta repercusión secreta que digo, con independencia absoluta del apéndice fiscal, que se obtuvieran rendimientos de ello o no, o que se haga tal traspaso con mayor o menor arte, pasaba a formar parte del mundo. Una vez que uno soltaba lastre dactilarmente, incidía en aquel de una manera sustancialmente distinta al del que prefería usar interlocutores o simplemente ir almacenando para el adentro o soltar a solas improperios.
Una vez que se había encajado de esta manera que digo el pensamiento, pasaba a formar parte de la persona y en conclusión existía en el mundo. |