Paulina alcanzaba los diecisiete esplendorosos años en un voluptuoso cuerpo que vestía con osadas vestimentas para su edad. Siempre vivió sola con su madre, nunca supo quién era su padre, ni siquiera había escuchado a la abuela maldecir el nombre de aquel desconocido hombre. Paulina era intranquila como ella sola, de colegio con santos y misa en las tardes. Las inquietudes de su cuerpo y pensamiento eran más valientes y fuertes que lo que su propia voluntad podía controlar. ¡Paulina, compórtate!,le repetía siempre su madre en la calle, en la iglesia, en la casa, en la vida.
Esa tarde en clases, después de tantas veces morderse la lengua ante los monólogos instructivos de la hermana Florencia, se paró de su asiento y con ímpetu y barra le contradijo la famosa historia de que la "Evita se comió la manzanita". Con rabia al ver que sus compañeras asentían con la cabeza creyéndose tal cuento, reventó en un grito ensordecedor para oídos puritanos "la verdad es que a la Eva el Adán se lo mandó a guardar... (sic)". La monja roja, escandalizada, al borde del peor momento de su vida (como diría después), la expulsó de la sala. Sus compañeras desconcertadas no le dieron crédito alguno, preferían comer la manzanita confitada. Paulina no, prefería subir al árbol para sacar la que estuviera más dura, roja y dulce.
|