Volver a recorrer en vacaciones los lugares ya recorridos con anterioridad pero en situación diferente, no suele ser una buena idea. Por lo menos, esa era la sensación que tenía a la semana de estar en la casa de la playa que todos los años alquilábamos con Ricardo y que había vuelto a alquilar este año, por un mes, pero sola.
A los dos días ya estaba arrepentida, todo lo que antes parecía encantador, pasó a parecerme insoportable.
Los desayunos en la confitería de Olga, situada estratégicamente sobre los acantilados, no me resultaban atractivos, por lo que decidí desayunar en la casa. Pasé esos primeros días encerrada, lamentándome de mi suerte.
Ricardo había tenido la mala idea de morirse durante el pasado invierno, sin darme tiempo a entender porqué me abandonaba a esta altura de nuestras vidas. Cuando comprendí que a los setenta años había perdido a mi esposo y compañero, me enojé con él. Me enojé porque la vida juntos había pasado demasiado rápido y yo hubiera necesitado tenerlo mucho más tiempo a mi lado, el tendría que haberme dejado ir primero, él sabía vivir solo, yo no.
No obstante, al llegar el verano decidí ir a la casa de la playa, él lo hubiera hecho, estaba segura. Fue mi gran error, Ricardo hubiera disfrutado de los recuerdos, yo odiaba que él se hubiera transformado en recuerdo.
Durante esa semana me martiricé sin salir de la casa, contando los días que me faltaban para regresar a mi departamento en la ciudad, pero una noche soñé con Ricardo y desperté con la imperiosa necesidad de abandonar mi encierro voluntario.
Mi primera parada fue la confitería de Olga, desayuné mirando por los amplios ventanales que ofrecían una vista espectacular. De pronto sentí como si algo se desprendiera de mi interior, como si la mano que me agarrotaba el corazón aflojara su presión y comencé a percibir toda la belleza que me rodeaba. Sin darme cuenta salí de la confitería y bajé a la playa, a medida que me acercaba a la orilla aceleré mi paso para llegar a esa línea que forma el agua contra la arena y parándome frente al mar, permití que la brisa me envolviera como un abrazo.
El cielo , las gaviotas, la arena, las dunas y el color azul verdoso de las aguas volvieron a ocupar su justo lugar, pero yo había quedado a la deriva y nunca podría recuperar lo perdido. Si pudiera hablar con Ricardo le explicaría que lo había intentado, creo que él me entendería
A la mañana ya estaba viajando de regreso a la ciudad, debería reencauzar mi vida de alguna manera, me llevaría tiempo hacerlo, pero de algo estaba segura, no volvería al mar.
María Magdalena Gabetta
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