Despertando todas las aberraciones de los hombres, se contorneaba en la esquina invitando a los demás a que la poseyeran y lo que es más grave todavía, dándole serias posibilidades a todos y a cada uno. Piernas largas y minifalda ajustada, pechos grandes, era la figura de la señorita, la que ya era dueña de la esquina más solicitada de la pequeña ciudad.
Katiuska Natacha había probado tantos cuerpos y el olor a sexo con el sudor era lo primero que se percibía al acercarse a ella en ocasiones en que tocaba llegar a un acuerdo en el precio del arriendo del amor.
Una vez le tocó pagar el precio a ella, fue esa vez que llegó a la ciudad ese hombre sucio de botas vaqueras que escupía a su pasar pero que decían pagaba el placer como los dioses. No lo dudó más de un minuto y aceptó la conveniente oferta por una hora, nada más que eso y es que estos dividendos de la carne le permitirían descansar la semana entera. Se encontraba desnuda en la cama, fría como el hielo, ya quería terminar lo antes posible para irse a su casa, pero aquel hombre no se conformaría con una mujer de piedra. Ella sin saber cómo entregarle lo que quería y cansada ya, le empujó fuera de la cama y es que ya había llegado al punto en que se sentía humillada a pesar de ser lo que era, sintió asco por primera vez en su vida y en su trabajo. Un dejo de poder se apoderó de la mente masculina y se hizo respetar y sentir con toda la potencia de un hombre rechazado. Ella parecía perder las fuerzas de aquellos brazos, los propios, que en más de una ocasión le supieron defender pero en esta oportunidad ya nada parecía ayudarle, su rival era distinto a los demás, era insaciable y, por sobre todas las cosas, tenía herido su orgullo, ese, su orgullo de hombre.
Con la boca tapada y casi sin respiración, exhausta de luchar, estaba frente a su final, bajo un cuerpo desconocido y asqueroso. El último halo de oxigeno dejo de salir de su cuerpo justamente a los sesenta minutos, con el cuello apretado, jamás pensó ser tan profesional para sus cosas la prostituta.
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