El padre Coruco, sacerdote católico de mediana edad, bueno y bonachón, estaba realmente preocupado: pues últimamente su feligresía la constituían puros vetarros (hombres y mujeres), la juventud no asistía a los oficios religiosos en aquella humilde iglesia del norte de México.
Su obispo le había llamado la atención respecto a la poca asistencia de la grey católica del pueblo. Sin embargo, su eminencia lo ayudaría con el envío de un orador religioso excepcional que cautivaría a los jóvenes del lugar.

—El problema de nuestro tiempo —dijo el joven orador— es que ya no hay pecadores y por lo tanto los creyentes han disminuido y les explicare él porqué: los pecados capitales se han desvanecido. La gula ha desaparecido pues todos están a dieta para mejorar su aspecto. Por el internet y las redes sociales (que su párroco dice que son cosas del demonio), no hacemos nada que sea digno de soberbia o de causa de envidia. No tenemos inteligencia e imaginación para la pereza. Siempre ocupados con nuestros teléfonos inteligentes no tenemos ira. Y debido a la inflación se acabó la avaricia.
Terminó su alocución, y ya tomando un café con el presbítero se fijó en la guapa y modosita sobrina del cura y con cara libidinosa le preguntó:
—¿Cuál es tu pecado favorito?
—La lujuria —respondió la joven bajando los ojos.
—¡Qué coincidencia! —dijo él—. Y los dos se encaminaron al motel más cercano, ante el asombro del tío.

Al poco tiempo, llegó el padre de la muchacha y le preguntó al hombre de Dios:
—¿Dónde está ese güey, para partirle la madre?
—Lo siento mucho, pero ya se fue a la capital —dijo con profunda tristeza don Coruco.