A falta de un asesor literario, le pregunté a mi gato si iba bien mi primer relato largo. No crean que porque sea gato no entiende, es listo, es hábil.

El gato diligentemente se desperezó cuan largo es, dejó la cómoda butaca y se llegó hasta mi ordenador portátil. Se calzó unas gafas negras que había junto al escritorio y se puso a mover la cabeza de un lado a otro de la pantalla.

Cuando yo esperaba una mirada, un maullido de reconocimiento, un lametón en mis manos de escritora, vi que aún no bajaba sus almohadillitas del teclado. Entonces pulsó con determinación una tecla con la uña más desarrollada de su pata derecha.

La pantalla quedó blanca. El gato voló el documento, le había dado a "Borrar Todo".

No hemos vuelto a intercambiar una caricia, ni una sardina, yo la pulpa y él la raspa, claro; ni una mirada felina.

Ahora los dos sabemos que VENDO GATO.