Hubo un tiempo en el que pensé que este sentimiento sería eterno. Un amor de los que son el material perfecto para aquellas historias que hacen suspirar a cualquiera. Solo una mención bastaría para que nuestros nietos sonriesen y buscasen en nuestras vidas un ejemplo para las suyas.
Solía pensar en nuestras manos, envejecidas por el paso de los años, entrelazadas bajo un cielo estrellado.
Soñaba con aquella casa de campo que construiríamos juntos para vivir el resto de nuestros años con la tranquilidad del viento y el sonido del roce de las hojas mecidas por la brisa del otoño.
Soñaba con despertarte cada mañana con un beso y nuestras carcajadas al empezar una pelea de almohadas que culminaría contigo abrazando mi cuerpo y uniendo nuestros corazones hasta que pareciese uno solo.
Fantaseaba con el nombre que pondríamos a nuestros hijos. Esos hijos que ambos planeamos tener desde hace años.
Fantaseaba con pedirte matrimonio bajo el cielo púrpura en una noche templada de primavera.
Pero aquellos pensamientos, sueños, fantasías, se desmoronan como un castillo de naipes ante mí.
Tú gritas sorprendida mientras intentas cubrir tu desnudez con la misma manta que retiraba esta misma mañana para descubrir tu cuerpo.
Pero esta vez no soy quien ha cubierto tu piel de besos y caricias. No soy yo quien te ha hecho suspirar y tampoco ha sido mi nombre el que has nombrado.
Junto a tí mi hermano me mira con la misma cara de terror que tienes tú. Mi hermano, mi gemelo. No grito. Aunque quisiera mis palabras se han quedado muertas en mi garganta. Tan muertas como muerto está mi corazón.
Salgo de aquella casa en la que tantas veces he amanecido a tu lado.
Miro al cielo con los ojos enrojecidos y sonrío con pesar al ver el cielo púrpura sobre mí.