Es una noche fría y húmeda. El aire huele a serrín, tierra mojada y a los distintos tipos de plantas y árboles que hacen de aquel lugar un bosque frondoso y prácticamente inexpugnable.
En lo alto de un viejo roble, un búho bate sus alas frustrado por el ruido provocado por dos figuras oscuras.
No llevan ninguna luz. Nada que sea llamativo.
Sin embargo, si alguien hubiera tenido la insensatez de pasar por aquel lugar en aquella noche sin luna, le habría sido tan extraño ver a aquellas dos figuras. Tanto como si hubieran tenido gorros luminosos encasquetados en sus cabezas.
El ruido y el movimiento cada vez es mayor. El búho protesta una vez más antes de alzar en vuelo e ir en busca de un sitio más tranquilo en el que buscar a su próxima cena. Quizás sea un conejo, un ratón de campo o una ardilla. Sin embargo, su instinto le hace alejarse del movimiento provocado por ambas figuras. Y eso hace. Se va a un lugar tan alejado que apenas se remueve al oír el estruendo que rompe la noche antes de que vuelva a reinar el silencio.
Sin embargo, no muy lejos de ese lugar, unos ojos tan oscuros como el ébano observan a una de las figuras salir corriendo. Cae dos veces al principio, luego serpentea entre los árboles hasta que se mete atropelladamente en su coche. Dos luces se iluminan molestando al cuervo que lo observa todo desde un árbol cercano.
La figura desaparece, pero la otra sigue tendida sobre la hierba húmeda y casi helada.
El cuervo desciende del árbol y se posa sobre la figura. Clavando ligeramente sus garras en el tejido húmedo y pegajoso que le recubre el pecho.
El cuervo ladea un par de veces su cabeza antes de lanzar el primer picotazo. La figura sigue cálida, pero no se mueve. Detrás de ese viene otro. Y otro más. El cuervo desgarra aquella carne que una vez estuvo viva pero que ahora está...