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En todas las familias hay un personaje extraño. Nosotros cargamos con Amanda. No tenemos demasiado claro el parentesco, no sabemos si fue prima de alguien, tía de alguno o simplemente una de esas amistades que la familia hereda de tiempos más juveniles, lo cierto es que teníamos Amanda para los cumpleaños, las fiestas y algún que otro domingo.
Su casa era un gran museo de chucherías, un rejunte de historias que se desencadenaban con cada objeto, mezclándole el pasado con el presente, el amor con la amargura, la soledad y nosotros. En el comedor oscuro, las vitrinas protegían polvorientos suvenirs, espaditas para pinchar fiambres en las picadas, tules con confites, escudos de vírgenes lejanas, cajas musicales, muñecas vestidas con peinetas y mantones, zuecos de madera, pipas de porcelana, soberbios abanicos bordados, chinescas tazas con faisanes. Mis manos no alcanzaban para jugar con todo, siempre podíamos encontrar algún nuevo tesoro olvidado bajo el polvo.
Amanda iba descalza por la casa, el cigarrillo desprendiendo cenizas por el suelo, el vaso con hielo, el pelo revuelto, dejando sus reliquias a nuestra merced. Hurgábamos en todos los rincones, mientras desde la cocina llegaban caricias de galletas recién hechas que vendrían pronto a distraer nuestra atención.
¿De dónde trajiste este negrito? Pregunté maravillada por mi descubrimiento. Detrás del florerito de cerámica, de la pálida dureza de sus rosas, allí junto al salero de alpaca, un muñeco diminuto, articulado, negro como el carbón, me miraba con ojos de sorpresa. Volví a mirarla esperando mi respuesta o algún movimiento de su mano que me habilitara para estirar mi brazo hasta el fondo de la vitrina, contra el espejo. Permaneció callada por un rato que se me hizo eterno, mirando al negrito con tristeza.
- Ha venido desde África, y sigue muy cansado. Vamos a dejarlo allí, Rosario. Ya saldrá cuando pase su nostalgia.
Nunca nos había negado nada. Quedamos mudos, viendo cómo nos daba la espalda y se perdía rumbo a las galletas, dejando tras de sí una humeante estela de nicotina.
Quizás el negrito era un muñeco vudú; si, seguramente Amanda le habría metido pelos adentro, o la uña de un viejo enemigo, y entonces lo mantenía preso en la vitrina. O podía ser un muñeco mágico, de esos a los que uno les pide deseos y les prende velitas.
Fui tras sus pasos hasta la cocina, quería preguntarle más cosas sobre la magia y cómo pedirle deseos al negrito; se recortaba su perfil contra la luz que se colaba desde el patio por el gran ventanal. La mirada se le perdía a través del vidrio y perlas de agua le rodaban por las arrugas. Entendí que Amanda estaba lejos, muy lejos, viajando en barco o esperando en el puerto.
- El día en que yo muera - dijo sin mirarme, - tú vienes y les dices que Amanda te dejó el negrito.
Cuando uno es pequeño, el tiempo jamás transcurre. Me sorprendí amargamente una o dos veces deseando que se muriera para poder tocar al fin la maravillosa miniatura de ébano; luego la culpa me asaltaba y corría rumbo a su casa para ver que no, que mis deseos, por favor, no se hayan cumplido. Una de esas tardes la encontré medio desparramada en la silla de la cocina, el deshabillé mal abotonado, el aliento cortante, una montaña de colillas en el mugroso cenicero de latón.
- La vida es una broma de dios – patinaban sus palabras,- el destino es un malparido, un frustrado que cambia de lugar las cosas para que nos perdamos, un desgraciado que hace que te subas a un barco en reemplazo de alguien más y nunca vuelvas...-
Corrí de vuelta a casa para decirle a mamá que algo grave le pasaba, ¡por favor, ven conmigo, trae al doctor! Mamá no reaccionó. - No son cosas de chicos - me dijo. Y me quedé sin respuestas.
La encontraron un sábado tendida en su cama, arropada y serena. Mucha gente llenó la casa una noche entera, mientras ella parecía dormir muy quieta, las manos juntas, peinada por primera vez en mucho tiempo. Las tías sirvieron café, repartieron bocadillos y distribuyeron asientos sin quitarnos la vista de encima. Jugábamos cerca de la vitrina, sentados como indios en el suelo. Ellos qué sabían, por qué no podíamos tocar las cosas si Amanda nos había jurado que eran nuestras. Decidida a reparar el tremendo error, a hacer justicia por mano propia, me moví como un gato por la sala hasta alcanzar el mueble en donde me esperaba mi tesoro. Con los nervios de punta fui deslizando la mano lentamente por el laberinto de adornos hasta que mis dedos lo reconocieron, cálido y polvoriento.
- ¡Rosario, suelta eso!
Con el negrito apretado contra mi pecho, corrí como el viento, sin mirar, atravesé la puerta, la vereda, rápido, las diez cuadras hasta mi casa, salté desde la puerta del cuarto a la cama y lloré, desesperadamente, a los gritos, sin saber muy bien por qué, hasta que por fin me dormí sosteniendo en el puño el regalo de Amanda.
Todavía hoy, algunas veces cuando llueve, busco sin mirar en el estante del escritorio, y apretando al negrito contra mi pecho, me dejo llevar por una nostalgia que no es mía hacia algún puerto lejano en donde ella no fuma, no bebe, y ya no llora.

Texto agregado el 28-09-2004, y leído por 428 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
28-09-2006 Etereo para la mirada, cierto al tacto...negrito eterno... ladino
27-09-2006 Suave al tacto. ladino
26-07-2005 Hermoso homenaje. ***** dehumanizer
24-11-2004 MUJER!!! has tocado mis mas profundos sentimientos esto que has escrito es verdaderamente HERMOSO!! hermoso hermoso, pareciera que todavia estoy ahi, quede embrujada con este relato. MUY BIEN. un beso wicca
13-10-2004 este cuento es sencillamente meravilloso. Sabia que tenia que ser bueno hantes lei tu biografia y esta escrita en forma magistral, solo los verdaderos escritores saben escribir una biografia como tu la escribiste. todas las estrellas y son pocas. fredonedi
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