En ningún momento de mi azarosa vida pensé contar lo que vais a leer. Pero multiples deudores me persiguen y no he encontrado mejor solución para librarme por algún tiempo de esos buitres. Ésta es la escandalosa historia de un cuadro único, y con este relato quiero rendir homenaje a la que lo inspiró y sigue siendo astro y guía de mi pecadora vida.
Encontré a Pepita en el taller de Francisco Goya por una mañana de sol que iluminaba su rostro y los rizos oscuros de su cabello. Ella era muy joven entonces y su cuerpo tenía la esbeltez y frescura de aquella edad en su plenitud.
Estaba posando para el pintor, reclinada en una otomana de terciopelo verdiazul oscuro, adosada a almohadones de percal blanco con volantes, cruzados los brazos detrás de la nuca, lo cual erguía sobremanera sus pechos.
Ya de por sí, aquella postura es muy sugestiva, pero lo sobrecogedor en sumo grado y lo que me dejó atónito y como lelo durante varios segundos cuando aparté la cortina que protegía la puerta del taller, es que ¡estaba más desnuda que Eva huyendo del Paraíso, sin el menor pámpano de vid que escondiera senos y vello púbico!
El amor entra por los ojos, según dicen. Bien es cierto, porque yo caí perdido por ella de inmediato y sin remedio. Aunque debo confesar que lo más patente en un primer tiempo fue el deseo violento que tuve por el cuerpo así ofrecido.
Yo rondaba por los treinta y tenía buen talante en aquel tiempo. Lucía aquella mañana el gran uniforme de coronel de la guardia de corps, con los insignios de mi nuevo título de Príncipe de la Paz. Me había sido galardonado por el rey unas semanas antes en recompensa de la firma del Tratado de Basilea con Francia. Así venía con los calzones blancos ajustados que corresponden a dicho atuendo y de súbito apareció en mi entrepierna el vergonzoso bulto de una enorme erección que no pude controlar.
- Sosiéguese, coronel, por favor - dijo ella, mirándome a los ojos y sonrosándosele las mejillas, pero sin gesto alguno que rompiera la posa que asumía para el pintor.
- Disculpe, señorita, mucho me temo que sea imposible.
- Querer es poder dice mi confesor.
- No habrá visto lo que estoy viendo.
Una sonrisa ligera apareció en sus labios finos.
Fui liberado de este bochorno por el pintor que dio por terminada la sesión, al poner una última pincelada rosada en la punta del seno izquierdo
y dar señal a la joven de que se podía cubrir con la sábana blanca en la que recostaba...
Ése fue nuestro primer encuentro.
Ida la modelo, emprendí negocio con el pintor :
- ¡Cualquiera que sea la suma que ha pactado por ese cuadro, le doy el doble!
- Por el momento, sólo es un esbozo y no se me lo ha encargado nadie, pero he pensado que voy a tener que vestirlo para que se pueda vender y que no me busque pullas otra vez la Inquisición.
- Guárdese bien de esa extremidad ; sería criminal, si no contra la moral, contra el Arte, eso sí, seguro.
- Si no quiero guardarlo en cámara secreta, no veo otra solución ; son potentes mis enemigos y al acecho del menor traspie que pueda dar. Ya se rumorea que es un retrato de la Duquesa de Alba y que habría cambiado la cabeza para tratar de esconder la verdad de que ella es mi amante.
- Y ¿es cierto lo primero?
- En absoluto. Vuecencia ha podido comprobar que lo que he pintado corresponde al cuerpo de esta joven.
- Y ¿cómo se llama aquella belleza ?
- Debería de saberlo vuestra Excelencia ; forma parte de la gente de su casa : su padre, artillero ha muerto, pero Vuecencia ha recogido a la viuda y las tres hijas, hace varios años. Ésta es la mayor, acaba de cumplir dieciséis, si no me ha mentido sobre el tema.
- Y ¿la deja su madre posar para el pintor de Cámara en cueros vivos?
- Sin padre, hermano o novio que la vigile y con carácter, creo que su madre no tiene mucho dominio sobre ella, aunque tuve que insistir bastante y si no faltara el dinero en casa, supongo que me hubiera dicho que no. Además, ha puesto dos condiciones : que le pagara la mitad por adelantado y cambiase el rostro de la venus, lo cual he concedido.
- Contésteme de una vez, ¿cómo se llama ?
- Josefa Petra Francisca de Paula de Tudó y Catalán, Alemany y Luesia, pero todos la llaman Pepita Tudó.
- ¿Noble, pues?
- Eso parece, pero sin fortuna.
- Y, ¿no teme ser excomulgada por la Santa, sirviendo así de modelo?
- Posiblemente, pero primero es comer, ¿no?
- Pues, considere que yo le encargo aquella venus de Pepita Tudó al precio que me diga, Entrará en la colección de mi cuarto secreto al lado de la Venus del Espejo y de otra de Luca Giordano copiada del Tiziano. Con una sola condición...
- ¿A saber?
- Que el asunto quede secreto en todo.
- Ya me lo barruntaba. Vale. ¡Trato hecho!
Aquel día encargué a Francisco de Goya, pintor de Cámara del rey Carlos IV, por una cantidad que prefiero silenciar, el cuadro que me valdría tantas miserias.
En lo sucesivo, a sabiendas de que formaba parte de mi gente, visité bastante a menudo a la familia de Pepita Tudó, bajo diversos pretextos, pero ella me dio calabazas durante bastante tiempo, como dije. Tuve que emplearme durante varias semanas antes de que me concediera una cita a solas, varias más para que se dejara besar y tres largos meses antes de que fuésemos amantes. Yo no estaba acostumbrado a tanta resistencia por parte de la gente femenina.
Pero pronto, la reina, que me perseguía por todas partes y a la que no podía negar nada, por deberle a ella y su Majestad buena parte de mi afortunada condición, concibió horrorosos celos de mi relación con Pepita.
Para apartarme de ella, urdió mi matrimonio con una prima hermana del rey, María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, que hizo salir de su convento de San Clemente de Toledo para el caso. Tenía casi la misma edad que Pepita y era muy recatada, con una educación a base de religión, labores femeninas y obras de caridad.
Ella y su familia tenían gran interés en ese matrimonio porque borraba la sentencia que el rey Carlos III había decretado en contra de los familiares y allegados de Don Luis de Borbón, su hermano traidor.
En cuanto a mí, entrar así en la familia del Rey no se podía rechazar de ninguna manera. Asentí, pues.
Pero sin dejar de ver a Pepita. Figúrese que cuando por fin se rindió ella a mis deseos, logré hacerla venir con los suyos en el palacio madrileño donde vivíamos con mi mujer.
Era una situación curiosa, por cierto, sabida de todos, por lo que parece, incluso de la ofendida, que llegó a enojarse fuertemente contra mí. No se lo reprocho. No creo que hubiera tolerado tal disparate por parte suya.
Pero nunca, desde aquel día en que la encontré desnuda en el taller de Goya, he podido liberarme de Pepita.
Me ha dado dos hijos y cuando murió mi mujer, legalizamos de inmediato nuestra unión morganática para darles mi nombre y aunque vivimos separados desde hace bastantes años por encono del nuevo Rey, nunca hemos dejado de escribirnos. "Amada amiga mía", le digo desde que se han apagado los fuegos de la pasión.
Y, pese a lo que ella acaba de declarar a un periodista de que "mi única verdadero amor ha sido la reina María Luisa", no es verdad, os lo juro.
Pero es tiempo de que le cuente la última parte de la historia de aquel cuadro, que me fue embargado como el resto de mis bienes por Fernando VII, cuando subió al trono.
En nuestros primeros tiempo con Pepita, yo quería poder tener a los ojos en cualquier hora del día y de la noche, la venus que inspiró a Goya.
Pero lo escabroso del cuadro prohibía que estuviera a la vista de todos. Así fue cómo, poco tiempo tras comprar la primera venus, encargué otra, vestida de maja, al pintor y mandé instalar en mi despacho los dos cuadros con un sistema de poleas que dejaba ver a la "maja desnuda" cuando se levantaba la "maja vestida" y víceversa.
El efecto de la maniobra era fenomenal. Goya supo muy bien dar a su manola el aire provocador que convenía, y cuando el espectador, tras imaginar el cuerpo escondido bajo los velos ligeros, descubría la versión desnuda, quedaba totalmente "pasmado" por la pícara naturalidad y espléndida belleza de la mujer que tenía enfrente.
Pocos son los afortunados que han podido gozar de este espectáculo, pero supongo que habrá marcado su memoria, como ha sido el caso para la mía.
Ya lo sabéis todo o casi. Lo demás son escorias de la historia que no merecen crónica.
Redactado en la Villa y Corte de Madrid, en el año de gracia de 1836, a 22 de mayo por yo, firmante,
Manuel Godoy y Alvárez de Faria, otrora Príncipe de la Paz y de Bassano, duque de Alcudia y de Sueca.
©Pierre-Alain GASSE, abril de 2019.
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