El padre Coruco, sacerdote católico, bondadoso y gentil, siguió las indicaciones de su obispo de modernizar su humilde templo. Para lo cual instaló “la asamblea de la iglesia” e invitó a su feligresía asistir los viernes a la sesión de la misma.
—Hermanos —dijo el sacerdote—, hoy tenemos la dicha de que una oveja descarriada vio la luz y viene a darnos la buena noticia. Por favor don Felixberto pase al frente y tome la palabra en nombre de Dios.
Se levantó un viejo entrado en años, que desde su juventud había sido el más rico del pueblo gracias a sus transas y que la palabra pecado, en todas sus formas y desinencias, no tenía ningún misterio para él.
—Mi buen padre y hermanos míos en la fe —empezó a decir don Felixberto—, en Semana Santa encontré al Señor. Desde entonces maté en mí, el demonio de la lujuria y los otros pecados cardinales: gula, pereza, envidia, avaricia —esto lo dijo con tristeza, pues se obligaba a ser recto en los negocios—, soberbia e ira.
En eso, interrumpe doña Austroberta, esposa de don Felixberto, y dijo:
—Una pequeña aclaración mis queridos hermanos. El monstruo de la lujuria, a mi esposo, se le murió de muerte natural hace más de 20 años.
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