La muerte le visita a ratos… en las mañanas frías, con una llamada repentina. De bata blanca y corbata, se acerca educadamente a presagiar su llegada. Su deuda, una vida llena de errores cometidos erráticamente.
“Baila con la muerte mientras puedas, blufféale y juega tu mejor mano.” –le dice un amigo, casi sacándolo de un manual.
Una necrosis invisible recubre el letrero del circo de la ciudad: “Pase, pase a ver la triste Orestiada accidental”. Pregona el anfitrión.
Otras veces tuvo culpa , ¿sabes?
Otras veces aprendió a vivir con el dolor de un asesinato, y la condena de la soledad y el rencor propio. Aprendió a verse muerto detrás del espejo. Aprendió a guardar en un frasquito negro su corazón y sus pulmones, pero no aprendió cómo lidiar con esta arremetida.
Recurre a la escritura, en la vomitiva necesidad de vaciar sus interiores… botar angustias y cenizas, ¿sabes?
“Esta tarde llueve, como nunca; y no tengo ganas de vivir, corazón.” –diría Vallejo. Porque la retórica esconde sensaciones, olores, colores, y (sin)sabores que ni la ciencia, ni la razón sabe explicar.
El disfraz se afloja, porque se desvanece a una velocidad imperceptible, lento, pero constante, como la parte superior de un reloj de arena.
Trae un cuervo parlanchín en el bolsillo de la camisa y una pena en el maletín. ¿Quién podría bailar con tanto peso?
Atraviesa las paredes, una a una, vagando en un laberinto circular.
El cuervo se acerca y susurra: -la métrica nunca ha servido a los muertos. |