Nunca me imaginé cómo se pueden sentir los ciegos cuando les pasamos por el lado y los ignoramos, hasta que lo viví en carne propia. Sentado en la iglesia la Porcíncula ubicada en la calle 72 con 11 de Bogotá, me dispuse a pasar unas horas viviendo el drama de estos seres.
Dejé a un lado mi chaqueta, mis jeans de moda y mi personalidad de estudiante universitario, para vestirme con una camiseta blanca un poco sucia, un pantalón viejo, unas gafas oscuras, e imitar un carácter que no tenía muy claro.
Con un compañero que hacía el papel de lazarillo y que también estaba disfrazado, inicié un recorrido que me llevaría a ser testigo de una realidad que se vive a diario en nuestro país.
Al principio cerré los ojos durante la ruta hasta la iglesia para oír todos esos sonidos que a diario ignoramos, pero que en la vida de un ciego son fundamentales.
El ruido de los carros y de la multitud era desesperante hasta el punto de hacerme querer abrir los ojos y terminar con esta actuación, pero algo en mí me detenía. Era una especie inquietud por saber qué puede sentir una persona como esta.
El recorrido fue más o menos de cinco minutos que a mí me parecieron una eternidad. Sentía, sin tener la certeza, que la gente a mi alrededor me estaba mirando como si yo fuera un verdadero farsante.
Después del largo camino nos sentamos en una de las puertas falsas de la iglesia. Por fin me decidí y abrí los ojos para observar el comportamiento de la gente.
Puse mi tarro de metal al lado de mi lazarillo y en mis piernas deje el cartel que decía: “ perdí la visión en un accidente, estoy solo y necesito personas como usted que me ayuden, Dios le recompensara el favor”. Ahora solo me faltaba esperar.
Al comienzo algunos me miraban con rabia, otros con tristeza y otros simplemente no lo hacía. Ya habían pasado cinco minutos y mi tarro seguía vacío.
Las campanas sonaron indicando que era la hora de la misa de una de la tarde. Como a los tres minutos la gente empezó a desfilar por la puerta de la iglesia. Parecía que la cosa se iba a poner interesante.
Por fin, después de este rato oí que la primera moneda caía dentro del tarro. Posteriormente algunos de los personajes que entraban a escuchar la santa misa, hacían sonar de nuevo mi alcancía improvizada.
Es triste ver cómo la gente trata de pasar por alto esta realidad. Uno de los muchos asistentes a la ceremonia llegó con dos perros, a los cuales amarró muy cerca de nosotros. Después cada una de las personas que ingresaba al templo le daba más importancia a los caninos que a mi condición de ciego desvalido.
La misa se terminó y la gente empezó a salir rápidamente de la iglesia. Algunos, más que todo los ejecutivos me seguían ignorando. Otros, simplemente me arrojaban monedas en el tarro, y no faltaban los que además después de algunas preguntas me daban dinero, sin estar muy convencidos de que en realidad fuera un ciego.
Lo que nunca me imaginé es que dentro de este drama, iba a encontrar cosas que causaran en mí mucho humor.
De repente en la mitad de la ceremonia, unos novios de no más de 25 años se sentaron en uno de los costados de la iglesia. Me miraron pero igual ignoraron mi presencia, seguramente por mi condición. Después de pasar unos cinco minutos me llevé la gran sorpresa al ver a la parejita dando un espectáculo amoroso, convencidos de que podrían hacerlo impunemente, frente a un invidente como yo.
Como esta, a lo largo de mi ceguera observé otras cosas que también me llamaron mucho la atención: cómo cada día la gente, por la cotidianidad se va volviendo insensible sin darse cuenta y deja en el olvido a personas que en realidad no sólo necesitan ayuda , sino también ser escuchados y queridos.
Al pasar unas horas mi lazarillo se puso de pie y de nuevo estabamos en camino. Volví a cerrar los ojos, lo cogí nuevamente de su brazo y me dejé guiar.
Durante los siguientes cinco minutos que para mí seguían siendo una eternidad lo único que pude pensar es cómo, sin darnos cuenta, nos estamos volviendo insensibles ante esta realidad.
Después de esta experiencia volví de nuevo a mi rutina de estudiante, con mi chaqueta y mis jeans a la moda, pero con una nueva visión de la vida. Y lo más importante es que ahora sí estoy convencido de lo que sienten los ciegos al ser ignorados en las calles de una ciudad tan dura como Bogotá.
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