—¿Cómo ve al paciente —pregunto la tía Licha al doctor—, está muy malito?
—No, ya está frio y tieso —fue la lacónica respuesta.
El galeno con profesionalidad extendió el certificado de defunción al tío Alberto, en medio de las lágrimas de los familiares del recién difunto.
El problema surgió a la hora de pagarle sus servicios al facultativo, todos sin excepción se hicieron que “la virgen les hablaba”, eso sí, mostrando mucho dolor.
Pero, el más tarugo, un sobrino retirado pagó los emolumentos (con la creencia que por la pena los familiares directos no sabían que hacer) y le preguntó al profesionista:
—¿De qué murió?
—¡No se hagan! Bien que saben la causa de la defunción: de borracho, una cirrosis alcohólica se lo llevó a la dimensión desconocida.
—Tan bueno que era mi papá, todo un dechado de virtudes —dijo en la funeraria la hija, mi prima María.
La esposa y los cinco hijos del señor don Alberto se deshacían en alabanzas, pensando en la riqueza del viejo y en la repartición de la misma. Dieron gracias a la costumbre de pagar con tiempo los servicios funerarios, así no tuvieron problemas, el occiso fue cremado y sus cenizas puestas en un nicho del columbario de la iglesia de su colonia.
—¿Cómo que no dejó nada —le preguntó al notario el hijo mayor— y luego el testamento?
—El testamento existe, lo que no hay son bienes ni dinero, puras deudas.
—¡Viejo Cabrón! —dijo con enojo la esposa—, todo se lo ha de haber gastado en viejas y parrandas. Ni siquiera nos avisó que estaba enfermo.
—La muerte no avisa —dijo con filosofía el hijo menor.
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