Solía quedar atrapado mirando el viejo árbol al atardecer, la luz del ocaso otoñal encendía los bordes de las hojas entregando aburridos tonos dorados. Distracciones fastidiosas a las ansias de renovadas miradas que clamaban por escapar en busca de siluetas nunca antes vistas. Un día, el deseo hastiado de la rutina, encomendó a mis manos que se dieran a la tarea de hacer un cambio arrancándolo de la vista. Lo tomaron por el tronco, truncado su persistente follaje, reclamando para si la libertad de un nuevo horizonte.
No pude sentirme feliz con ello. No pude no pensar, que todo, desde aquel momento sería distinto. No pude no sentir que cada vez que muere una vida, por muy insignificante que nos parezca, deja un vacío más, que viene a alojarse en nuestra alma, y que con esa muerte, una nueva existencia se nos abre ante nuestros ojos. Una nueva existencia desconocida, habitada por fantasmas, habitada por temores al acecho de lo inesperado, en la cual nos debemos aventurar forzosamente, intentando reconstruir una vida habitual desde nuestros fragmentados recuerdos. No sé, si de esto se trata vivir o de aprender que siempre estaremos insatisfechos muriendo un poco cada día recordando lo pasado. |