Ver esa extensa extensión de tierra daba pena. Seca, agrietada, gris. Atrás quedaron sus días de esplendor cuando el verde reinaba por doquier. Unos pocos arbustos desperdigados, agonizaban con sus raíces expuestas al sol, la tierra los estaba vomitando de sus entrañas.
La figura alta y enjuta de la mujer, parecía tan muerta como el entorno, estatua granítica oteando el horizonte envuelto en una nube de polvo. Esperando.
El mísero rancho a sus espaldas, unos perros flacos y pulgosos acostados a un costado y un pequeño gallinero en el que un par de pollos esperaban su sentencia, completaban el paisaje.
La nube de polvo envolvía el vehículo que se acercaba rodando sobre la greda floja que cubría el camino, levantándola a su paso. La mujer que lo conducía, se estremeció al reconocer el paisaje. Nada había variado.
Volver a ver esos grises parajes en los que el mundo parecía haberse convertido en el mismo infierno, no hacía más que retrotraerla en el tiempo y producirle un fuerte dolor en el pecho. Le pareció verse niña, salir riendo del entonces blanco y cuidado rancho y correr con los perros por los sembradíos bebiéndose los vientos, aromados por las flores silvestres desperdigadas por el campo. Dónde antes hubo una naturaleza viva y palpitante, ahora sólo había desolación.
Pero eso no era reciente, la noche en que escapó, sus pies, apenas protegidos por unas alpargatas rotosas, no pisaban húmeda gramilla, pisaban tierra dura y seca. La sequía ya se había instalado en el lugar. Sacudió la cabeza ahuyentando recuerdos. Instintivamente acomodó sus pies en los cómodos zapatos que ahora calzaba.
Estacionó cerca de la mujer que se mantenía erguida, mirándola, sin una sonrisa. Con la garganta atravesada por un nudo, Ana bajó del vehículo y se acercó a ella sintiendo que las piernas le temblaban.
No quería mostrar debilidad, intentó sonreír. La amaba. Durante años pensó en ese momento; mañana, tarde y noche. La imaginaba sola en el páramo, alimentándose de cualquier cosa, sobreviviendo a duras penas con los pocos pesos que ella le enviaba con un vendedor ambulante, antiguo amigo de su padre.
Al principio el hombre le devolvía los sobres diciendo que su madre no había querido recibirlos, pero Ana insistió con los envíos y finalmente no regresaron. Eso la alivió, no era mucho, pero tendría para lo más necesario.
- Hola mamá – su voz sonó ronca, casi inaudible, apretada por el nudo que le oprimía la garganta.
Al verla de cerca no pudo más e impulsivamente, como cuando era niña, la abrazó con fuerza, besándole el rostro varias veces. La sintió impávida frente a su emotivo abrazo.
- Hola Ana.
La voz seguía siendo hermosa. Ana siempre dijo que su madre tenía una de las voces más hermosas que había escuchado. Sólo dos palabras, pero las suficientes para traer miles de recuerdos.
La vio en el coro de la capilla cercana, cantando orgullosa, alta, joven, bella. La vio lavando ropa en la parte trasera del rancho, el fuentón repleto de agua jabonosa sobre una mesa de madera y su madre cantando alegre, mientras el sol hacía brillar el tono cobrizo de su larga cabellera.
- Tanto tiempo mamá – el nudo en la garganta no cedía - te he extrañado.
Silencio. Silencio y recuerdos.
- Inés, Inés – la voz de los fantasmas regresaban – Inés, corré, corré al monte, el Fabián está malherido.
Veía a Inés, su madre, corriendo enloquecida y ella corriendo atrás, sin saber qué encontrarían.
Fabián era su padre. Un hombre alto, protector y fuerte como ninguno. Ana recordaba su sonrisa y sus brazos levantándola en el aire. Un cerdo salvaje le arrancó la vida cuando intentaba cazarlo. Una jugarreta sangrienta en la dura existencia de los hombres de esos lares.
Las imágenes y sonidos retornaron invadiendo el presente. Los gritos de su madre; el llanto desgarrador, el entierro. Junto con la muerte del padre llegó la sequía y la pobreza. Luego sobrevino su hartazgo de convivir con una Inés que había quedado muerta en vida y luego, su huida. No quería para sí esa vida de miserias, ni para sí, ni para su madre.
Las dos mujeres se miraban; una con amor, la otra, como si sus ojos no vieran o vieran hacia atrás, mucho más atrás de ese presente y esa joven mujer que estaba frente a ella. Sorpresivamente el rostro de la mayor se aflojó y una lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla, sus hombros se abatieron. Ana transida de emoción volvió a abrazarla y mientras el llanto afluía sin control entre las dos, sintió el nacimiento de una pequeñísima esperanza.
De pronto, otro llanto. Distinto, imperativo, exigente. Era el de la pequeña que había despertado en el auto, reclamando el pecho de su madre. Ana sonrió y tomó a Inés de los hombros.
- Vení mamá, vení a conocer a tu nieta. Ella, mi esposo y yo queremos que vengas a nuestra casa. He venido a buscarte.
Estrechamente abrazadas las dos mujeres se acercaron al auto. Después de todo, la sequía no había terminado de destruirlas.
María Magdalena Gabetta
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