9 Viaje a Tepehuanes
—Me da un boleto por favor. ¿Saldrá a tiempo el tren? —preguntó el jovencito al administrador de la estación.
—El tren siempre sale a las ocho en punto, lo que nadie sabe es a qué hora llegará —respondió el empleado con una mezcla de ironía y aceptación de una fatal realidad.
El año escolar y la secundaria habían terminado. Era tiempo de volver a casa e iniciar, de nuevo, ese tortuoso viaje de dos días, con la tristeza a cuestas pero con la alegría por el regreso al hogar y volver a estar con sus padres. Mientras esperaba la partida del tren, sentado en una banca de madera en el andén de la estación, se preguntaba si éste sería el regreso definitivo, si finalmente se quedaría en casa y cuántas veces más debería pasar del Amparo al desamparo.
En la pizarra donde se anunciaba la partida de los trenes el niño montañés leyó el nombre de su destino: “Tepehuanes” (así se llamaron los primeros pobladores de esa región, que significa “dueños de cerros”), un pueblo enclavado en la Sierra Madre Occidental, la cual atraviesa Durango. El trayecto abarcaba doscientos kilómetros pero tomaba nueve horas de camino, eso, si no estaban reparando las vías del ferrocarril. El tren era ruidoso, recorría su camino con desesperante lentitud y se sacudía con estertores que parecían presagiar su inminente desaparición, años más tarde fue sustituido por modernas carreteras. Para muchos poblados, el ferrocarril era el único medio de acceso y de comercio, pues en las estaciones, mientras los pasajeros descendían o abordaban los carros, los habitantes de los poblados subían al tren a vender comida.
El recorrido cubría varios escenarios geográficos, partía de un valle semiárido, un río acompañaba durante un buen trecho a los viajantes, hasta llegar a las faldas de la montaña. Conforme se transformaba el paisaje, cambiaba la gastronomía: frutas en el valle, pinole en la ribera; o sabrosas gorditas y caldillos, la comida típica de esa provincia norteña.
En los trenes de aquella época, una serie de personajes, llamada tripulación, operaba el sistema: el maquinista, los garroteros, el auditor, quien verificaba que todo mundo tuviese su boleto pagado, y “el agente de publicaciones”, la figura que al jovencito le llamaba más la atención. Era el encargado de vender en los vagones historietas, periódicos y refrescos en hielo para conservarlos fríos, los cuales cargaba en una cubeta de lámina. Los cómics eran material de lectura imprescindible para un viaje tan largo, aunque breves. Por eso, el agente de publicaciones vendía y compraba los “cuentos” (así se le llamaba a las historietas) una vez leídos, si la venta era por veinte centavos, la compra se hacía por diez, una especie de simulación de renta.
Cuando el muchachito llegó a la estación de tren de Tepehuanes (entre ésta y el pueblo corría un río que en época de lluvias crecía el nivel del agua y dificultaba cruzarlo. Por ello, se debía esperar turno para que los camiones de redilas transportaran a los pasajeros), ya lo esperaba Salomón, hombre de toda la confianza de su Padre, para llevarlo. Salomón, años atrás, había trabajado como chofer del camión en que se bajaba el mineral de la sierra y a quien por dificultades económicas se le pagó sus servicios con ese vehículo.
Acompañada de una amplia y cálida sonrisa, iluminada por un diente de oro, Salomón extendió la mano derecha para saludar con toda formalidad al jovencito.
—¿Cómo le fue? ¿Cuántas veces se descompuso el tren? ¿Le ayudo con su equipaje? —le soltó sin respiro aquel hombre.
Salomón subió el equipaje del niño al camión de redilas, lo instaló en la cabina y lo llevó al hotel “Doña Margarita”, como lo conocían los lugareños, se llamaba así por la dueña. Era una vieja casona de una planta asentada en el centro del pueblo, tenía un corredor con unas cuantas habitaciones en uno de sus lados, con sillones en el pasillo, una mesita de comedor donde se podía tomar café, donde Evaristo, el hijo de doña Margarita, se la pasaba jugando dominó. Al final del corredor, tras cruzar un pequeño patio, estaban los baños, un par de regaderas y tres primitivos excusados. Las habitaciones de alta techumbre contaban con una cama desvencijada, un par de buros, una lámpara de petróleo y una bacinilla de peltre, que en invierno resultaba de gran utilidad, pues evitaba exponerse a los rigores del frío.
—¿Cómo está el ingeniero? ¿Ya encontró la veta de oro que andaba buscando? —preguntó doña Margarita cuando lo tuvo enfrente.
—No lo sé, apenas voy a verlo —contestó el jovencito.
—Me lo saludas mucho —replicó la mujer.
—Así lo haré doña Margarita —dijo el muchachito.
Después del breve diálogo, el jovencito se fue a dormir sin cenar, podía más el cansancio del viaje que las ganas de probar alimento, prefería dormir, pues Salomón pasaría por él a las cinco de la mañana para iniciar el trayecto al campamento minero.
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