Lo único que rompía el silencio, era el sonido enloquecedor que producía el zumbido de infinidad de moscas. El viejo inspector se encontraba arrodillado a un costado del cadáver.
El cuerpo ferozmente acuchillado estaba en franco estado de descomposición. Mientras lo observaba, con un ennegrecido pañuelo protegía sus fosas nasales del repugnante olor que impregnaba el ambiente, gruesas gotas de transpiración perlaban su frente; aún no podían tocar nada, ni siquiera abrir las ventanas hasta que los técnicos de la policía científica efectuaran su trabajo.
Un llamado anónimo los había alertado hacía apenas una veintena de minutos, pero la desgraciada joven aparentaba llevar muerta un par de días.
Si bien el encargado del lugar se mostró sorprendido al ver ingresar imprevistamente el grupo de policías al establecimiento, el inspector no dudaba que él había sido quien efectuó la llamada, aunque en un primer instante lo negara. Incluso arguyó que apenas conocía a los huéspedes. La realidad era que las habitaciones de ese antro inmundo devenido de hotel a inquilinato, se alquilaban sin pedir muchos datos a quienes buscaban un alojamiento barato, normalmente eran jóvenes sin recursos que llegaban a la ciudad desde el interior.
El asesino había abierto el cuerpo desde la tráquea hasta el bajo vientre y había dispersado todo el interior sobre el piso, era un espectáculo macabro. Al inspector lo sacudió una oleada de espanto, el mismo espanto que probablemente había sentido la víctima en el momento que precedió a su muerte.
La joven se había registrado como Juana Martínez, oriunda de un pequeño pueblo de la Provincia de Buenos Aires. No había más datos.
Mentiras. El Inspector sintió una conmoción al reconocerla, ella en realidad era Mercedes Zurriaga, una destacada periodista y criminalista. Asidua visitante de las reparticiones policiales en busca de noticias y material de investigación para sus espectaculares crónicas.
• Maldita profesión – masculló entre dientes.
Era un hombre frío, duro como el mármol, pero mientras la miraba, por dentro lo recorría un intenso dolor al ver ese angelical rostro desfigurado por los cortes. Dónde antes había unos ojos inusualmente inteligentes, sólo había dos cuencas vacías. No podía imaginar quien podría haber actuado con tanta saña y crueldad. Con esfuerzo ahogó un sollozo. No podía permitirse esa flaqueza delante de sus hombres.
Sabía que ella estaba abocada a una investigación extraordinaria, aunque no había querido explayarse mucho sobre el tema, en algunas conversaciones había deslizado que ese trabajo sería una bomba sorpresiva cuando lo diera a conocer. Él le había pedido que tuviera mucho cuidado, que no se enfrentara a fuerzas superiores a ella, que de ser necesario solicitara protección; solamente había obtenido sonrisas tranquilizadoras. Ahora estaba muerta.
Cuando ingresaron los técnicos de la Policía Científica, el Inspector Zurriaga se levantó lentamente del lado del cadáver de su hija y salió de la habitación.
María Magdalena Gabetta
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