La impresionante vista del paisaje permite distinguir a lo lejos el pueblo de Vetagrande, Zacatecas, México. Al bajar la serranía caminé entre una lluvia persistente de película de suspenso.
El nombre del poblado es una palabra compuesta que hace referencia a una franja extensa de mineral que atraviesa el pueblo y se prolonga hacia la parte más baja de la ladera. De este lugar donde se extraía plata, surgió el enriquecimiento de mineros capitalistas, comerciantes y autoridades civiles en aquel lejano siglo XVIII.
Caminé por brechas que en el cruce de caminos conducen a minas abandonadas que recuerdan el gran auge minero de años pasados. El olor a tierra mojada tan agradable y el contemplar la belleza de agua que todo lo cubre, es fascinante.
Caminé por esa calle principal angosta de casas apacibles humildes y de techos endebles, familias que esperan el feliz retorno del jefe de familia.
Caminé hasta la deteriorada iglesia que ya sufre las consecuencias de la humedad en su interior, no así el edificio municipal en el cual han tenido la precaución de cuidarlo. Fiel reflejo de un clero secular carente de recursos -por lo menos aquí-, y de un gobierno laico que mira con indiferencia la vida creyente.

Aminoró la lluvia dando paso a la presencia del anochecer. En el resquicio de una tienda tomé algo refrescante. Los más concurrentes a la tienda eran niños obedientes enviados por sus padres, comprando pan, leche y pequeñas estampitas del héroe del momento: el sorprendente hombre araña. La cara de satisfacción y el contagioso grito alegre de un niño de aproximadamente 8 años, manifestó su júbilo al abrir el pequeño sobre: ¡no la tengo!, ¡no la tengo!

Emprendí el regreso hundido en pensamientos, no quiero ser crítico o lamentar este modo de vida, sólo puedo asegurar que Vetagrande es el lugar representativo del convulso México posrevolucionario desfavorecido, que como en otros poblados desmesurados, no han cambiado en cien años.