7 De Amparo al desamparo
Al entregarles a sus alumnos una hoja en blanco, enrollada y atada con un lazo, que lo mismo hubiera podido ser un certificado que un título nobiliario, el maestro Odón, muy solemne pero verdaderamente entusiasmado, su actitud y el tono de su voz lo delataban, les dijo a media docena de niños:
—¡Los felicito! Son de los pocos afortunados que logran terminar la instrucción primaria en las zonas rurales de nuestro país. Y ahora cuentan con herramientas: lectura, escritura y aritmética, eso les hará la vida más fácil, podrán ser algo más que peones, jornaleros o campesinos. Pero no olviden que también han adquirido una gran responsabilidad, traten de enseñar a los que no saben, son muchos y están a su alrededor.
Luego del breve discurso del profesor, en un rudimentario tocadiscos se reprodujo un vals y ese puñado de niños, del brazo de sus respectivas madrinas, recorrieron con pasos torpes y extraños el patio de tierra de la escuela. Para ellos allí terminaba todo, regresarían a las rancherías y parajes de donde salieron, cultivarían la tierra, talarían árboles y repetirían lo que hicieron sus padres, o emigrarían a la ciudad, donde serían obreros, vivirían en casas de cartón en ciudades perdidas hasta que un día el crecimiento de la ciudad los absorbiera y los marginara del discurso oficial y de los beneficios del progreso y la modernidad.
Entre esos niños montañeses había uno al que la vida le tenía trazado un camino distinto, sus padres insistían en que siguiera estudiando, ahora debería cursar la secundaria. Para ello se trasladaría de nuevo a la ciudad, con las mismas tías y por el mismo camino. Otra vez lejos de su hogar y de la montaña.
Ese verano transcurrió vertiginosamente para el jovencito. Meses después, de madrugada, se encontró nuevamente dentro del mismo camión que seis años antes lo había arrancado de su casa, una vez más emprendía ese viaje de dos días hasta la capital de Durango, pero en esta ocasión no lo acompañaba su Padre, se trasladaría solo.
Salomón, el propietario del desvencijado vehículo, trataba con verdadero afecto al niño y se esmeraba para que el trayecto le fuera lo menos tedioso y triste. Le contaba historias, cantaba y lo invitaba a que lo acompañara, le señalaba excitado con el dedo índice algún lugar para narrarle una anécdota, él entendía que esta nueva separación le causaba gran desazón al muchachito e intentaba darle el mayor ánimo posible.
Su equipaje consistía en unas pocas prendas, ropa tosca que se usaba en el campo (como camisas de franela confeccionadas por su Madre y pantalones de lona gruesa para que resistieran la faena y el paso del tiempo), muchas recomendaciones de su Madre, que sólo el amor inspira, y entrañables recuerdos, para que en la distancia actuaran como bálsamo y mitigaran el dolor de su corazón herido.
Los dos días de viaje a la ciudad, el primero en camión y el segundo en tren, fueron lentos, tortuosos, y se diferenciaban por el paisaje, pasar de la montaña boscosa al valle árido, sólo poblado por algunos arbustos espinosos a los que los lugareños les llaman “huizaches”, contrastaba y pegaba en el ánimo del niño montañés.
En los dos años que el niño vivió en la sierra, después de haber estudiado cuatro grados en la primaria en la ciudad de Durango, se construyó una carretera que cubría la mayor parte del recorrido que antes sólo se podía hacer en tren. Ya era posible optar por un medio de transporte que tardaba todo el día, o tomar el ferrocarril y un autobús, que dilataban medio día. Para ello se debía viajar un par de horas en tren hasta la estación de Santiago Papasquiaro (era como todas, con muros de piedra y techo de madera de dos aguas), donde iniciaba la carretera y allí abordar un autobús cuya trayectoria duraba sólo un par de horas para arribar a la ciudad.
El niño, que toda su vida había renegado del tiempo que tardaba el trayecto en tren, decidió hacer el recorrido completo en ferrocarril, en lugar de tomar la nueva opción, con la finalidad de retardar lo más posible su regreso a la ciudad, pues aún tenía fresco el recuerdo de sus experiencias en ese lugar, por cierto, nada gratas. Pronto sabría que la cita con el destino es ineludible.
A pesar de tener la vista lastimada por las espinas de los huizaches y el oído atormentado por el monótono golpetear de las ruedas del tren sobre los durmientes, percibió cómo el destino se burlaba una vez más de él. Al estar frente a la entrada de su nuevo centro educativo (un edificio de ladrillos y cemento, con puertas de madera tallada, de dos pisos, fachada pintada de blanco con una asta bandera frente a la entrada, adornada con arbustos, una construcción moderna en comparación con su escuela rural de piso de tierra y muros de madera) y leer “Instituto Tecnológico de Durango” grabado en un bloque de cantera, recordó el nombre de su primaria en las montañas: “Independencia y Libertad”. No era una coincidencia, eso es justamente lo que enfrentaría. Pero no estaba listo para ello.
Era el verano de 1963, el niño montañés tenía doce años y por segunda vez era separado de su hábitat y de su Madre. La soledad le pesaba como una piedra de la sierra. El guion de la vida siempre le preparaba los cambios en verano.
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