Homenaje a Edvard Munch
De dónde venían y hacia donde iban nunca lo sabremos. La procesión apareció de repente por la calle empedrada principal del pueblo, caminando lentamente como si no quisieran llegar a ninguna parte o no hacerlo a la brevedad posible. Era una masa abigarrada de mujeres y hombres de muy diversas edades, vestidos completamente de negro, donde sólo blanqueaban en los pechos las camisas albas de los hombres. Algunas mujeres llevaban cubierta la cabeza por mantas o rebozos. Avanzaban con el rostro erguido mirando hacia el frente, sin voltear a los lados, la mirada perdida, como hipnotizados, como si no desearan ser vistos; pero todos los que en esa tarde soleada de domingo estábamos en la calle, los vimos. O al menos, creo haberlos visto muy bien: todos con el semblante inexpresivo, impenetrable, roca sólida, áspera, resistente a ser taladrada por herramienta alguna. Se desplazaban en línea recta sin detenerse ante nada. El ruido de sus pasos resonaba lúgubre sobre el empedrado de la calle, pasos sólidos, demoledores, retumbantes. La gente que cruzaba frente a ellos, se hacía a un lado de inmediato; los niños se arrinconaban en cualquier lugar o se agazapaban asidos a las enaguas de sus madres. Un monstruo vivo semejaba aquella gente extraña e inverosímil.
En un principio creí que era un cortejo luctuoso, pero no había ataúd, rezos ni cantos religiosos; luego, un desfile para anunciar algún espectáculo próximo, pero nadie anunciaba nada de nada; finalmente imaginé que eran miembros de alguna secta religiosa camino de su templo, pero eso tampoco podía asegurarlo. Sólo pasaban rígidos, ensimismados, parvada de cuervos hieráticos, ajenos a todo. Detuve mi atención en las pálidas facciones de una mujer mayor que pasaba justo en ese momento delante de mí, no encontré ninguna emoción o sentimiento en ellas: dolor, angustia, tristeza, nada, sólo un rostro deshumanizado, quizá hasta repulsivo. Parecía un muerto viviente.
Serían doscientas o trescientas gentes las que irrumpieron por la calle principal y más concurrida de mi pueblo; así como pasaron, así se fueron. ¿Hacia dónde?... no me dio ya ni tantita curiosidad saberlo, porque a su paso lo único que dejaron, al menos en mi interior fue, al principio, azoramiento, angustia más tarde y al final, un miedo inesperado, creciente, irracional, que me mantuvo estático sobre el sitio en que me encontraba; un miedo que no menguó hasta que aquella masa compacta y oscura se fue. ¿Quiénes eran?... no me importa averiguarlo.
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