6 Navidad en la sierra
En la víspera de Navidad, la intensa nevada en la montaña magnificaba la soledad de la Madre y el Hijo en la cabaña. A ello se sumaban la melancolía de la época de fin de año, el frío, que en ese recóndito paraje de la sierra cala hasta las entrañas, el ulular del viento entre los árboles y la ausencia del Padre, pues su compañía hubiera aminorado su desconsuelo. Todo junto hacía de esa tarde, de entre muchas, una de las más tristes en la vida del niño. Eso moldearía su carácter y repercutiría en su futuro.
—¿Por qué está triste mi niño? —preguntó la Madre con preocupación.
—Tengo frío y extraño mucho a mi papá —respondió lacónicamente el niño.
Al ver su congoja, la Madre consideró injusto que un muchacho de once años no fuese feliz en esa fecha, como se supone debe ser la Navidad. En segundos, la mujer se transformó y en una suerte de alquimia convirtió su soledad, tristeza y desesperanza en el mayor de los entusiasmos imaginables. Recordó que todavía quedaba una gallina en lo que alguna vez fue el gallinero que los proveía de carne y huevos, le pidió al niño fuera por ella y la matara.
El pequeño tomó un viejo y raro rifle (de dos calibres) que colgaba de la pared junto a un calendario ilustrado por Felguerez, se encaminó hacia el gallinero y de un certero tiro (quizá fue más de uno) hizo lo que su Madre le pidió. Al regresar con el ave sujetada por las patas y escurriendo sangre, observó una actividad frenética en la cocina, su Madre iba y venía, luego tomó a la gallina y empezó a desplumarla, atizaba la vetusta estufa de leña, que en la parte inferior tenía un horno, ponía la mesa, y mientras esperaban que el manjar se horneara, la Madre intentaba infundirle alegría y optimismo. Le dijo que algún día esa situación cambiaría, y los tres, como una verdadera familia, vivirían juntos y mejor.
Para quienes vivían en ese recóndito lugar, tan alejado de la civilización, su dieta rara vez incluía carne. Por ello, esa cena resultó extraordinaria, pero lo mejor fue que, mientras cenaban a la luz de una lámpara de carburo, la Madre le enseñó que la vida no es ni buena ni mala ni triste ni alegre ni divertida ni aburrida, es simplemente como la queramos ver. Es nuestra actitud la que nos hace vivirla de un modo o de otro.
A partir de esa noche, y por el resto de su vida, el niño montañés jamás ha permitido que los tropiezos, las dificultades, las inconveniencias o la tristeza lo abatan, pues cuando se encuentra en una circunstancia adversa, recuerda aquella Navidad y esa cena, piensa en su Madre y sus palabras, y se repite convencido que por ser hijo de esa mujer excepcional, algo de esa fortaleza heredó. Eso lo vigoriza para seguir adelante.
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