Cada tarde se pasaba como de costumbre, pese al clima que enturbia los sentidos como una ensenada entre el sol y la tierra, por la misma calle aglomerada de mercaderes. Lucia con orgullo su cimitarra al cinto y algo oxidada, con mirada melancólica esperando no sé qué, en medio de las voces que pululan por doquier. Ahora la tarde se ha malogrado en tonos sepia y un caniche es perseguido por un comerciante fofo. Percibe en aromas de silencio aquello que cree ha esperado por lustros. El olor femíneo inescrutable se escabulle entre mortajas, que ahora esparcen alfajor, guiándolo dulcemente hacia la verdulera que ha captado su atención. Desenvaina presuroso en defensa de la bella descarada y, de un sablazo es herido de muerte. Sus ojos impávidos de miedo, de amor, atienden el mensaje acuoso que se funde con su sangre, y queda grabado sobre el polvo del cenit, un sueño sánscrito e imperecedero.