3 Salgari en la montaña
El niño montañés arrastra un cajón de madera atado con un mecate. Traca, traca, traca suena al golpear las piedras del patio, para él es un carrito, pero antes se usó para empacar dinamita. Una vez que su Padre usó el explosivo en la mina, se lo regaló a su Hijo. Era su único juguete y era suficiente para el pequeño.
La dulce voz de su Madre interrumpió el monótono ir y venir de un lado a otro del patio:
—Hijito, hace frío afuera, ven conmigo y calientitos cerca de la estufa, leamos algo los dos juntitos.
Allí se gestó su amor por los libros. Eran los años cincuenta, la mitad del siglo XX, la educación como negocio no contaba todavía con el arsenal de productos que existen hoy. No estaban disponibles para su venta ni la educación prenatal ni la estimulación temprana ni la escuela maternal ni el kindergarten ni la preprimaria. Los niños eran solamente eso: niños, jugaban, y la educación preescolar estaba a cargo de sus padres, usualmente de la madre. La condición social del niño, vivir en la montaña, más arriba de un campo minero enclavado en la sierra, lejos de la mal llamada “civilización” y cerca de la madre naturaleza, limitaba sus posibilidades de desarrollo educativo.
La Madre, con ejemplar dedicación, le enseñó a su Hijo a reconocer los signos gráficos de la escritura y a descifrar textos, auxiliada por una lámpara de carburo, de ésas que cuando la piedra parecida a la cal entraba en contacto con el agua producía un gas, y con una llave al costado se regulaba la intensidad de la luz ambarina, la cual generaba una atmósfera relajante, propicia para la lectura. Su paciencia fue grande pero no infinita, pues no pudo enseñarle a replicarlos, desde los cinco años el niño pudo leer pero difícilmente escribir, lo cual lo convirtió en medio analfabeto el resto de su vida.
Para practicar la capacidad de lectura e introducirlo en el mundo del conocimiento, su Padre pretendió que leyera un mamotreto de veinte tomos: El tesoro de la juventud, la cual sólo lograba contrarrestar la hiperactividad del niño montañés, produciéndole una somnolencia casi letal o disparar su imaginación en otra dirección, opuesta a la lectura de esa enciclopedia.
Su Madre, con maravillosa sensibilidad, optó por los libros de aventuras y subrepticiamente le fue consiguiendo uno a uno varios de los cerca de cincuenta libros de Emilio Salgari. Las novelas de aventuras, como El corsario negro, Sandokán, el tigre de la Malasia, El corsario rojo, El capitán Tormenta o Los piratas de las Bermudas. El niño las devoró con pasión y quedo atrapado en ellas, sustituyendo así la falta de contacto con otros infantes. A futuro su gusto por la lectura, su imaginación desbordada y el no haber socializado con otros pequeños lo convertiría en un hombre introvertido y con dificultad para relacionarse con los demás, volviéndose súbdito del reino de la fantasía y exiliado voluntario de la realidad.
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