Velos de la niebla de mí
bóveda infinita, son el canto
intermitente de estrellas temblorosas,
donde el agujero obscuro que
arranca la vida en un zarpazo plateado,
llora la cercanía del temor
y extraña la lejanía del valor.

Aquel que no queremos, y este
que pedimos; vivir despierto en
una espesura de ajenjo
bajo la perenne clámide de los cielos,
sobre el tapiz fenecido de fulgente
dorado, de la mar en el ocaso.

Enhielado bálsamo del abismo presumido,
del fulgor adivinado,
que horada la existencia pudibunda
de un mundo revelado…
Y en el blancor supremo y trasnochado
cual guiño luminoso de esfera melancólica,
me arrodillo al firmamento como único altar
del creador.