Las discusiones conyugales no siempre terminan bien; se dicen palabras que hieren, que ofenden, que no debieran decirse, porque ponerse de acuerdo después, arrepentirse de ellas o pedir perdón por lo que se ha dicho, hace casi imposible la reconciliación, el orgullo lastimado impide capitular. Pienso en esto mientras conduzco mi auto por una carretera solitaria, decae la tarde y no tardan en llegar las primeras sombras. La pelea que sostuve hace unas horas con Olivia, no termina de mantenerme molesto; ella opina una cosa, yo otra, nos exaltamos y al poco rato estamos ya en un duelo de perros y gatos, aunque la causa de la discusión sea cualquier tontería. Se ha quedado llorando y me enfurece que sus lágrimas sean por mi causa. Mi trabajo de abogado me obliga a viajar constantemente a varios lados y esta vez tengo la necesidad de ir a un pueblo llamado Cuetzalan con la intención de auxiliar a un cliente, envuelto en un asunto penal. Olivia me pidió que no fuera, no esta vez que iniciaba el fin de semana y podíamos aprovecharlo en actividades más agradables que el trabajo. Le dije que no podía quedarme, que era urgente irme lo más pronto posible, para evitar que mi cliente fuera encarcelado. “Como siempre, prefieres más tu trabajo que a mí”, dijo. Aunque es la cantaleta de casi siempre, debo reconocer que tiene razón; hemos cancelado varias salidas a eventos o vacaciones, porque los asuntos del trabajo me mantienen ocupado demasiadas horas.
En el estéreo del auto sintonizo Radio Universal, la voz de Eric Burdon y los acordes de guitarra de “La casa del sol naciente” llenan el interior de la cabina; comienzo a cantar siguiendo a Burdon, esta es una canción clásica, imperecedera. Caen las primeras sombras, detrás de las arboledas que bordean la carretera los últimos rayos de sol se apagan inexorablemente. La música me relaja, dejo de pensar un tanto en la discusión con Olivia y me concentro en el camino. El gps del móvil me permite seguir hacia mi destino con seguridad. Conduzco a velocidad media, disfrutando las curvas y rectas que conforman el asfalto. Empieza a hacer frío; oscurece ya y prendo las luces para mejorar la visibilidad. Amo entrañablemente a Olivia; ¿cómo es posible que la haga sufrir así? ¿Vale acaso la pena dejarla tanto tiempo sola por ayudar a un tipo que casi ni conozco y que a final de cuentas ni siquiera sé si es culpable o no del delito que lo acusan?
Árboles y montañas, árboles y barrancos a los lados del camino, parecen interminables; el frío arrecia y una neblina lenta y vaporosa comienza a bajar monótonamente impidiendo ver con claridad. Los faros contra niebla ayudan un poco, pero son insuficientes para conducir en forma segura; reduzco bastante la velocidad, mientras la densa neblina blancuzca me envuelve sin remedio en su sudario. ”Black night” con los riffs poderosos de la guitarra de Blackmore se reproduce ahora en el estéreo, aunque no le hago mucho caso ante las nuevas condiciones de la carretera. No puedo distraerme con nada, a menos que quiera quedarme embarrado contra un árbol o una contención en cualquier curva del camino y terminar desecho en el fondo de algún barranco. Para colmo, me doy cuenta que la batería del móvil es mínima y no he traído el cargador para el auto. Empiezo a sentirme nervioso, no deseo chocar y menos quedarme perdido o varado en ninguna parte. Un viento fuerte y ululante va despejando un tanto la niebla, mientras una llovizna fina y constante empieza a caer sin descanso. Un relámpago espectacular ilumina por un momento las copas de los árboles y el poderoso trueno que le sigue casi de inmediato me sobresalta, infundiéndome algo de miedo. En este mismo momento se ha terminado la batería del móvil, el gps ya no funciona y ahora estoy perdido entre la niebla, el viento, la lluvia y el frío inclemente. ¡Maldita suerte!, así nunca voy a llegar a salvar a nadie. Le hubiera hecho caso a Olivia. Ahorita estaría acostado en la cama quizá abrazado a ella, disfrutando la tibieza de su piel de leche. Las notas de “Won´t get fooled again” de The Who se desgranan por el interior del auto, pero mi nerviosismo va en aumento ante la situación presente y no logro disfrutar en absoluto a Roger Daltrey y compañía. Qué situación más estúpida; me siento contrariado por no haber previsto el porcentaje de corriente del celular.
La niebla se está levantando; sin embargo, la lluvia ya hace tormenta, los relámpagos y truenos se suceden con menor intervalo y me siento calado de frío bajo la camisa que me protege muy poco del mismo. La calefacción del auto me reconforta un tanto, pero no puedo seguir conduciendo en estas condiciones; de la carretera no veo prácticamente nada. Quizá si encontrara algún lugar donde guarecerme unas horas y hacer una llamada telefónica, sería una bendición. “Inside looking out” me sorprende tarareándola entre dientes. Grand Funk siempre me gustó y es mi desesperación la que me hace seguir unos momentos el riff machacón de la guitarra y la letra de la canción. Decido detenerme de plano y esperar que el clima mejore, buscando un espacio a un lado del camino para evitar cualquier accidente involuntario. Es entonces cuando alcanzo a distinguir a mi izquierda la masa borrosa de un edificio que se levanta imponente, oscuro, tétrico; descubrirlo me devuelve un tanto el ánimo, quizá pueda guarecerme ahí hasta que pase la tormenta.
Tomo de prisa mi saco del asiento posterior, me cubro la cabeza con él y corro apresurado la distancia que me separa de la entrada del lugar. Es un portón enorme, de madera, ennegrecido por los años. La lluvia es un diluvio que semi oculta el casco de lo que parece una vieja hacienda. Medio desesperado, golpeo la puerta con el llamador, esperando que abran. Toco varias veces, insisto; nadie acude a abrir. No puedo quedarme ahí; decido volver al auto, cuando escucho ruido y movimiento detrás de la puerta. Aparece el rostro cadavérico de un viejo, iluminado apenas por la llama vacilante de una vela. Unos grandes ojos hundidos me miran con extrañeza, interrogantes. Es una mirada dura, fría, hosca.
-Buenas noches- digo-, me encuentro perdido y quiero pedirle si habrá un rincón donde pasar la noche y hacer una llamada telefónica. El aguacero no amaina y la pila de mi móvil se ha descargado.
-Pase-. El viejo me deja entrar y observo que aparte de una pequeña marquesina donde estamos parados no hay dónde guarecerse; ante nosotros se abre un patio amplio, con varias construcciones bajas a los lados y al fondo el que supongo el edificio principal, por su tamaño. El agua cae incesante, violenta, formando una cortina completa que parece impenetrable, la cual habremos de atravesar para llegar hasta la casa.
-Sígame – murmura el hombre, que de pronto se me figura un saco arrugado, vacío y sucio. No comprendo cómo logra que la tenue llama de la vela que sostiene en la mano, no se apague con el viento que sopla. El saco de arrugas no es muy comunicativo. Me sorprende su serenidad al cruzar bajo la lluvia y ver que la tenue luz de la vela no se extingue. Llegamos al otro lado del patio; entramos al edificio principal. Caminamos por un pasillo angosto y largo; entramos en una habitación.
-No tenemos luz eléctrica, – dice - hace como tres horas hubo un corte y no se ha restablecido. Tampoco tenemos teléfono. Aquí puede descansar.
Su voz es gruesa, profunda, como entrar en una caverna solitaria, helada. Qué hombre tan extraño, pienso. De no sé donde aparece otro cabo de vela, que enciende y coloca sobre una pequeña mesa de madera, desvencijada y polvosa. Sin decir una palabra más el hombre se va.
Aparte de la mesilla, el mobiliario de la habitación lo completa un camastro que no se mira muy acogedor y una vieja silla de madera. El techo es muy alto, con vigas renegridas y paredes con grandes manchas oscuras que semejan sombras, éstas parecen moverse con el resplandor de la vela. El viejo se fue y no fui capaz en momento alguno de preguntarle dónde estamos y si habita alguien más este caserón perdido en la nada. Me sentí cohibido, intimidado de alguna manera.
La lluvia sigue desatando su furia allá afuera, se le oye golpear insistente, empecinada. Coloco sobre el respaldo de la silla mi saco que está completamente mojado. Me desvisto, porque mi ropa está igualmente hecha una “sopa”. Me envuelvo en una cobija raída que cubre el camastro y que me proporciona algo de calor. Me percato que el móvil, inservible sin batería, se ha quedado en el automóvil. Decido dormir un poco, unas horas quizás, que me devuelvan el optimismo. Apago la vela y me quedo ciego, sumido en la noche, acompañado solamente por mis desordenados pensamientos.
Intento conciliar el sueño, pero no lo logro del todo. Adormilado, doy de vueltas en el camastro, hasta que el resonar de la lluvia me arrulla de alguna manera y me pierdo en la inconsciencia; sin embargo, mi sueño es agitado, plagado de imágenes de rostros cadavéricos y animales inverosímiles que desean devorarme. No sé cuántas horas permanezco en aquel estado; despierto sobresaltado. Un silencio oprimente invade el espacio y la oscuridad. No se escucha nada, como si no existiera en el planeta nadie más que yo. Esa sensación dura sólo unos segundos, pues no es del todo cierto que todo esté callado. Alcanzo a percibir un rumor de voces que ríen, hablan a gritos, chocan copas o discuten.
Envuelto en la cobija, me levanto descalzo en medio de la negrura, el suelo es una losa fría; a tientas, trato de encontrar la puerta del cuarto guiado en parte por el sonido lejano de las voces. No veo nada, aun así, avanzo siguiendo los murmullos. Tropiezo a cada paso y en pleno estómago siento una angustia que me carcome. Llego al patio que el viejo y yo cruzamos al entrar. Ya no llueve, pero la humedad se percibe en el aire. El rumor de voces y sonidos, que ahora casi puedo asegurar que son de alguna fiesta, un jolgorio donde oigo ya con nitidez risotadas, palabras sueltas y tintinear de vasos, se desarrolla en uno de los edificios laterales del lugar; hay también voces y risas agudas, de mujeres y niños tal vez. Para llegar ahí tengo que caminar un trecho, descalzo, por el patio húmedo, enfangado. Dudo un tanto, pero mi curiosidad puede más. Me acerco con cautela hasta la entrada de lo que parece un barracón y que carece de puerta. Es ahí donde está sucediendo todo. Penetro. Y al momento, me hallo inmerso en una vorágine de voces que conversan, gritan, maldicen, ríen, arrastran sillas, chocan vasos, brindan; pero la oscuridad es completa, no hay ninguna luz que me aclare qué es todo aquello que percibo. No comprendo lo que acontece, comienzo a temblar de pies a cabeza sin saber que hacer. De pronto, algo cambia, ahora todas las voces gritan desesperadas, piden auxilio, lloran; escucho mover de sillas, mesas, vasos y copas que se rompen, hay un caos general y los gritos llenos de angustia persisten. Mi corazón late presuroso, alocadamente. Siento erizados los vellitos de mis brazos y espalda. ¿Quiénes son aquéllos que disfrutan o sufren sin que yo los pueda ver? ¿Muertos, fantasmas, almas en pena? ¿Es una pesadilla, estoy soñando?... Me saca de dudas el saco de arrugas, el viejo que me ha dado posada.
-¿Qué hace aquí?
El hombre parece surgir de la nada, con el cabo de vela fantasmagórico de llama mortecina y vacilante, temblando en su mano. Su voz cavernosa parece salir del mismísimo infierno.
-Es que oí hablar, estoy seguro; primero, mucha gente celebrando divertida y luego, toda atemorizada por algo, aquí mismo donde estamos parados usted y yo.
La llama de la vela da tonalidades extrañas al rostro del hombre. Sus ojos despiden un brillo extraño y amenazante.
-Como puede ver aquí no hay nadie. El lugar está vacío. Todo está en silencio. Regrese a su habitación.
Tengo los pies mojados y ateridos por el frío. El viejo me ha traído hasta mi habitación y se ha largado una vez más sin agregar ningún comentario. ¿Podré dormir todavía? No lo creo.
Amanece, de alguna rendija en alguna parte entra un poco de luz, porque las sombras del cuarto son menos densas. Mis ropas siguen bastante húmedas. Me visto despacio, soportando el malestar que me produce la humedad de las mismas. En la semi penumbra del cuarto noto ahora con mayor detenimiento el estado de miseria y deterioro en que se encuentra: las paredes están casi negras, como manchadas de hollín; la mesilla aparece también negruzca y más maltrecha de lo que había apreciado antes, quizá haya estado expuesta al fuego. El cabo de vela no está por ninguna parte. La cama es una ruina pringosa, llena de herrumbre, destartalada y maloliente. No sé cómo he podido encontrar un poco de alivio y descanso en ella.
Busco al viejo de la noche anterior; recorro pasillos y habitaciones vacías, gritando en voz alta si hay alguien allí. Nadie responde. Todas las paredes están igualmente renegridas; ahora casi tengo la seguridad de que la hacienda fue presa de algún enorme incendio, que arrasó con todo. Me encamino a la habitación de las voces, entro despacio. Siento una opresión extraña al hacerlo. Compruebo que es un barracón grande, vacío y en el mismo estado de abandono que todo lo demás. ¿Y entonces las voces, y todo lo que escuché?
Decido marcharme sin averiguar más, olvidarme de la experiencia nocturna. Tengo necesidad de llegar a Cuetzalan y averiguar lo que ha pasado con el hombre a quien debía ayudar. Con cierta dificultad abro el portón de entrada. Lo cierro y volteo para ver por última vez la fachada de aquel derruido sitio. Es entonces que me doy cuenta de una placa que se alza sobre la pared frontal al lado izquierdo del portón.
“En memoria de los hombres, mujeres y niños, que murieron en la aciaga noche del 2 de noviembre de 1910 en el incendio de esta hacienda. Que sus cuerpos y almas descansen eternamente en paz”.
Un escalofrío me recorre todo el cuerpo, a pesar de la tibieza del sol que ya se levanta radiante. No quiero pensar más en el hombre que me ha permitido cobijarme allí la anterior noche, ni saber nada de nada. Llego hasta el automóvil y a pesar de la humedad todavía persistente de mi ropa, siento un alivio, una comodidad especial al abordar y cerrar la portezuela; acciono la llave de encendido y prendo la radio, continúa en Radio Universal y el riff de “Paranoico” de Black Sabbath, suena lúdico y poderoso. Ja, ja, ¿qué significa esto, una broma traviesa del destino? ¿Ha estado jugando conmigo? Pongo velocidad, me aferro al volante y piso el acelerador con fuerza.
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