No son sus pies, son sus manos cubiertas con calcetines a rayas. Abierto como un insecto que se prepara para ser observado bajo el microscopio, como una tijera encaja sus piernas entre la cadera de ella. Mientras ella se para detrás del asiento del conductor, abre una bolsa, para anunciar su venta, chocolates, galletas y dulces. El chofer baja el volumen de su estéreo para darle chance a la mujer menuda, colorada por enfrentar los calores del sol, su cabello liso rubio como el de una extranjera se ve descuidado, su juventud se ha ido por el esfuerzo y la aflicción. El bus continua su ruta, mientras los pasajeros quietos en sus asientos contemplan a la mujer que explica muy resuelta, directo al asunto.
- Buenas tardes, disculpen si interrumpo su viaje, no les quitaré mucho tiempo. Como pueden ver mi niño, es un niño muy especial. – los ojos de los pasajeros ahora se dirigen al niño de los calcetines en las manos. Aunque viéndolo detenidamente, no es un infante, tiene unos siete o diez años. – mi niño tiene una enfermedad de nacimiento, el muerde sin control, como pueden ver él se ha comido sus propios labios y se muerde los deditos.- el autobús se detuvo en una estación, al hacerlo se prendieron unas luces amarillas marrón, algunas personas abordaron, otras bajaron, la mujer se hizo a un lado haciendo una pausa en su presentación conmovedora y mercantil para dar paso a los nuevos pasajeros. Y mientras el bus estaba varado, aquellas luces que caían sobre ellos dos, tal pareciera que el destino se había aliado, y cual reflectores que destaca a los artistas, así las luces iluminaban ahora a la mujer y su hijo, el niño sin labios cuyos dientes estaban descubiertos, parecía sonreír, parecía una sonrisa sin fin, una eterna sonrisa. Sus ojitos inquietos escudriñaban cada rostro que le contemplaba desde todos los rincones del autobús. Cuando la mujer retomó el discurso, ya nadie la escuchaba, todos se sintieron conmovidos por aquel ser a quien ella cargaba en su cadera, abierto como un escarabajo angelical. Las luces continuaban encendidas. Todos entendieron que debían ayudar, aportando dinero, recitando una silenciosa oración, o regalando una sonrisa conmovedora. Nadie se atrevió a preguntar nada, a filosofar, ni a dar consejos. Era un silencio sofocante, como los de las cátedras complejas, era una reprimenda, una amonestación majestuosa, era la palabra convertida en gesto, era todo eso al mismo tiempo pero en movimiento. Fuera por la ventanilla se veía la multitud de los trabajadores de la Zona Franca las Mercedes, afanados en sus compras, sin importarle ya aquella mezcolanza de malos olores, basura regada cerca de las mesas de alimentos. Gente que se atraviesa en el paso de los vehículos, sonriendo, sin un rumbo trazado, gritos, rozamientos lasivos, miradas desafiantes, rostros decaídos. Marchantas sin delicadeza ni decoro. Atentos a quien le compra o quien pueda robarle. El chofer del autobús grita a un vendedor que obstaculiza la entrada, otros buses se unen a aquella danza de competencia. La tarde va cayendo, la luz del sol se vuelve parda. La mujer con el niño baja del autobús y se pierden en aquella multitud.
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