En aquel pequeño y rico pueblo de la serranía de Sinaloa, el padre Coruco, gentil y benévolo sacerdote católico, platicaba con el descreído médico rural.
—Mi buen doctor, la fe es maravillosa y todos los sabios de la antigüedad lo han dicho.
—¿Quiénes? —preguntó un displicente profesionista— “¡A jijo! —pensó el galeno— lástima que, en este pueblucho de narcos, somos pocos los profesionistas, como el curita presente, con los que se pueda platicar, si no fuera por el dinero que abunda, ya me hubiera ido a un lugar civilizado”.
—Pues San Agustín, Santo Tomás, Blas Pascal y tantos otros. Te contaré una prueba de lo que digo que te asombrará.
—A mi edad ya nada me asombra, pero dime. ¿Cuál es la prueba?
—Cuando estoy solo en mi humilde iglesia, me pongo a platicar con el Cristo del altar, y, ¡sabes qué!: Me contesta.
El médico después de saborear un espumoso chocolate, le contestó a su amigo en pocas palabras:
—Lo que pasa es sencillo de explicar. Tu subconsciente es el que te habla y tú te sugestionas —le dijo, con la seguridad de que la ciencia lo apoyaba.
Desde luego, al cura pronto se lo olvidó lo dicho por el doctor. En la soledad de la iglesia, como estaba preocupado se dirigió al Cristo:
—Señor, tengo un dilema. En este lugar se dedican a robarse la gasolina de un ducto y a sembrar mariguana que la mandan a Estados Unidos. Mis feligreses lo ven como algo natural, de trabajo. El problema es que vienen a confesarse y quieren que les de la absolución, a pesar, de que les digo que lo que hacen es pecado. ¿Qué me aconsejas?
El Señor tardó en contestar, pero, lo hizo con énfasis:
—Lo que debes hacer, es mandar a esa bola de cabrones a tiznar a su madre.
Se persigno el sacerdote y pensó: “¡Caray! A veces el Señor se enoja”.
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