Cuando era chico escribía...
Me sentaba en la computadora, abría el Word perfect y exprimía al máximo todo el poder de su furioso procesador 80286, que debería tener entre 6 y 25 Mhz de velocidad.
El monitor era monocromático, el disco rígido de 20 MB y su memoria RAM de solamente 1MB.
Esto no alcanzaba para instalar el Windows 3.1 que era el sistema operativo del momento, siempre un paso atrás.
Allí, en la habitación de mis padres, donde se encontraba esa maravillosa máquina, escribía textos sobre las cosas que sentía, mis vivencias cotidianas o las de mis amigos o vecinos.
Me fascinaba y se ve que un día deje de hacerlo. Pero acá estoy, haciendo lo mismo que me gustaba hacer hace mas de 20 años atrás.
También me gustaba ir a pescar, aunque a la vez, también me generaba un poco de rechazo.
Creo que hoy puedo definir ese sentimiento como morbo, el morbo de capturar a un animal libre y verlo agonizar hasta morir. Si, no encuentro otra palabra que lo defina. Era una distracción cruel y placentera, morbosa.
Hace poco volví a pescar de nuevo y no lo disfrute para nada. Engañar al pez para que pique y después tirarlo muerto al agua o dejarlo pudrirse al Sol esta vez no fue algo de mi agrado. Verlo morir así, haber generado eso, me hizo sentir muy mal.
También me gustaba jugar al fútbol, pero de otra manera, no como se hace de grande.
De grande el fútbol ya no parece un juego, parece más bien un evento social o un tratamiento para la salud.
De grande se torna excesivamente competitivo. Te insultan, nadie se ríe, siento que me entretengo yo solo durante el partido. Los otros 9 están tratando de ganarle al que está enfrente y nada mas.
A veces ni siquiera se conocen entre ellos. distintos eran esos 25, esas bases, esos pases con mi tío y con mi primo. Nos pasábamos el sábado pateando la pelota sin reloj, sin precio, sin resultado, sin principio ni fin.
Con mi amigo el Chicho éramos el mejor equipo del mundo. Uno contra el otro y uno con el otro. Todo el día con la pelota. Jugábamos bases de arco a arco y festejábamos el gol tanto si era suyo como si era mío. Jamás jugábamos en contra, éramos dos jugadores del mismo equipo que pateábamos para arcos diferentes.
Cuando teníamos sed, tomábamos agua, cuando teníamos calor, nos desabrigábamos y eso ya era suficiente para ser felices.
No teníamos dinero, deudas, amores ni trabajos.
Es extraño como no nos cansábamos de hacer siempre lo mismo, cada encuentro era igual al anterior, y eso que nos veíamos seguido. Todos los días en verano.
El Chicho era mi amigo, es mi amigo. Yo lo amaba. No había nadie como él. Jugábamos a la pelota en la calle, en el pasillo del edificio de su casa, en la mía, en las plazas, en su quinta. No nos cansábamos. Éramos él, la pelota y yo, no nos importaba otra cosa en todo el mundo.
El sabor del viento en invierno es único.
Nunca sabes si tienes frio o si tenés calor cuando jugas en esa época.
Tanto correr te da calor y te hace transpirar, pero al mismo tiempo el aire helado te golpea el cuerpo y los pulmones y la ropa transpirada se te enfría, te congelas y te acaloras y la piel se confunde tanto que ya no sabe de temperaturas.
Las raspaduras son frías pero arden. El invierno es así, tiene esa dualidad térmica que te hace sentir vivo.
En el verano el calor trata de vencerte pero el amor por la pelota siempre es mas fuerte.
Los grandes te miran y te preguntan a cada rato por qué estás jugando a la pelota al Sol y tratan de convencerte de lo mal que la estás pasando.
Los partidos terminaban cuando me venían a buscar mis viejos y me tenía que ir. Siempre queríamos seguir jugando, siempre era demasiado pronto para irse.
Siempre nos faltaba ese ratito más e implorábamos, como dos condenados, la clemencia de nuestros viejos para que tengan piedad y nos dejaran jugar "Un ratito mas."
No hay que minimizar el llanto o el capricho de un niño. No dejar a un chico que se quede un ratito más es un crimen. En su cabeza, en esa etapa de su vida y en ese momento es lo único que quiere en el mundo.
Es su derecho, él lo sabe, lo que un chico siente cuando le quitan ese ratito demás y se lo llevan de prepo es lo mismo que siente un tipo grande cuando le recortan el sueldo, se le rompe el auto o le llega el resumen de la tarjeta de crédito. Es la misma sensación.
Los chicos viven el presente, no saben ni quieren saber nada acerca del futuro. Lo único que les importa es lo que están haciendo en ese momento y nada más. No se los puede sobornar con promesas a futuro porque lo que ellos quieren es quedarse un ratito más, no les interesa otra cosa.
No quieren que la otra semana los lleven de nuevo a ese lugar, donde están ahora. Una semana para ellos es muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera saben cuánto.
A un chico que no se quiere ir podes ofrecerle alguna otra propuesta inmediata que sea de su interés, generandole, a través esa macabra artimaña, una horrible disyuntiva, un tormentoso dilema. Quizás así si puedas persuadirlo. Prometerle que inmediatamente después de allí lo vas a llevar a algún otro lado, siempre y cuando sea de su agrado, puede llegar a funcionar, pero no va a dejar de ser un premio consuelo para él. Si acepta y resuelve la disyuntiva y accede a tu favor lo hará siempre triste o nostálgico, corrompido. Dejando ahí, en ese instante, en ese pedazo de aire algo suyo, algo que le pertenecía y le arrebataron.
Cuando vamos creciendo vamos incorporando el concepto de ayer y de mañana y empezamos a poder esperar. Ayer y mañana son conceptos difíciles de aprender para los chicos. A menudo ellos se confunden y utilizan mal esas palabras. “¿Vamos a ir a la plaza, ayer?” te dicen.
Escuchar esas cosas que salen de la boca de los chicos nos hace pensar que en realidad el tiempo es uno solo, que el día y la noche son la misma cosa, que las semanas, los meses y los años son en realidad conceptos que inventaron los hombres. El día es uno solo, es un círculo de luz que se va oscureciendo para volver a aclararse de nuevo y que no para de girar. |