El padre Coruco, gentil y bondadoso sacerdote católico, era feliz en su humilde iglesia de pueblo. En las tardes de los jueves acostumbraba tomar una taza de reconfortante y sabroso chocolate, acompañado de su amigo y feligrés, don Tomás, acaudalado lugareño pilar de la iglesia.
El buen sacerdote sabía que, desde hacía un año en que enviudó, su dilecto amigo estaba deprimido y se quejaba amargamente:
—Me aburro y nadie me hace caso. Aunque tengo muchos hijos “ni me pelan”, sólo van conmigo cuando necesitan dinero.
“El mismo caso de soledad de doña Eufrosina —pensó el curita—, no sería mala idea emparejarlos”. Y de inmediato le comentó a don Tomás:
—Don Tomás —después de darle un sorbo a su bebida, le dijo— lo que le hace falta es una compañera, pues Usted se acostumbró al matrimonio. ¿Por qué no le habla de amores a doña Eufrosina? La que da el catecismo a los niños el sábado.
El vejete de don Tomás, se entusiasmó de inmediato, pues la tal doña Eufrosina era una viuda joven de no “malos bigotes” y a su vez preguntó:
—¿Usted cree, señor cura?
—Claro, el estado ideal del hombre es el matrimonio.
La tarde del siguiente jueves, un curioso sacerdote le preguntó a don Tomás:
—¿Qué pasó, le habló a la dama?
—Sí —fue la lacónica respuesta.
—¿Y qué le dijo?
—"¡Estás pendejo!"
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