Miles de voluntarios de Sudamérica hemos decidido seguir los pasos de nuestros admirados jihadistas del Estado Islámico, años atrás en Siria. Vamos en grupos numerosos a ponernos a las órdenes de nuestro adorado comandante supremo. Patria o muerte. Desde luego preferimos la patria, pero si nuestra muerte contribuye al logro del triunfo popular, acá estamos entregados.
La coordinadora popular de brigadas bolivarianas internacionales nos recibió en un acto televisado y aparte de agradecer nuestra entrega, nos prometió nada menos que el paraíso de los mártires de la revolución. La verdad, me incomodó escuchar semejante compromiso, pero supuse que los últimos vestigios de neuronas reaccionarias de mi pasado seudo burgués intentaban incomodarme, ignoré todos los detalles y me concentré en hacer las cosas como me las pidan.
A los tres días de recibirnos, luego de pasar duras jornadas con poca agua y menos comida, vino un camión de carga, nos ordenaron subirnos y ponernos a órdenes de un tal sub comandante que nunca llegamos a ver. Solo el conductor del camión sabia algo: donde nos llevaban.
Nuestro campamento de entrenamiento básico era una vieja escuela abandonada, en medio de unas plantaciones de hortalizas y cañas. Debíamos hacer habitable nuestra estructura y además cumplir con instrucción básica brigadista.
En tres meses, todos habíamos bajado de peso sorprendentemente, creado una huerta común con la esperanza de que ayude a la dotación de sémola de maíz y harina que llegaba algún día antes del 20 de cada mes y habíamos aprendido a desarmar y armar un AK 47.
Pasaron las semanas y la única acción que veíamos era la de las peripecias de los ecónomos del grupo para que algo de comida se sirva cada día.
Cada día nuestro odio al imperio se acrecentaba más y más.
Hasta que un día llegaron dos camionetas, se bajó un tipo y luego de breve charla, eligieron a doce de nosotros. Fuimos llevados a una ciudad, nos vistieron y entregaron a un tal mayor Zapata, un tipo de pocas palabras que nos recibió y presentó como integrantes de la brigada internacional socialista de voluntarios, pidió varios aplausos para nosotros, nos invitó a comer y nos entregó a una compañera que sería nuestra superior. Al día siguiente, sin mediar mayor coordinación, tres vehículos nos recogieron y llevaron hasta nuestra primera acción efectiva. La emoción me devoraba internamente, por fin serviría a mis ideales.
Nuestro destino resultó una serie de bodegas en un punto indefinido, nos llevaron a una sección de alojamiento que era en extremo espartana y nos llamaron a continuación a una primera reunión táctica.
Debíamos abrir las grandes bolsas de yute de arroz asiático y trasvasarlas a bolsas pequeñas de un kilo con la imagen del comandante. Nos pidieron que hagamos honor a la responsabilidad que la revolución ponía en nuestras manos y se perdieron por semanas.
Con cada bolsa sellada de arroz, crecía mi orgullo revolucionario y mi odio al imperio. Nunca conté las bolsas, aunque fueron miles y miles.
Nuestra ración de arroz diario nos hizo recuperar algo de peso, pero aún añorábamos acción mas cercana al enemigo. Lo manifestamos incansablemente, pero nos convencían cada vez con nuestras responsabilidades para con el pueblo necesitado de arroz vietnamita.
Todo se precipitó de modo asombrosamente rápido, nunca llegamos a disparar ráfaga alguna al enemigo, ni siquiera pudimos visualizarlo. Nos ordenaron subir a los camiones del ejército, y soportar horas de pesado viaje hasta la frontera. Nadie quiso hablar con nosotros, la alegría de la población contrastaba con nuestros rostros de rabia; en hábiles maniobras, se había desbaratado toda la estructura revolucionaria. Los otrora amos del destino de millones de personas, forzados a elegir, entre ser reconocidos por sus cadáveres o entregarse a la comisión de emergencia nacional, optaron por escribir sus memorias detrás de rejas.
La verdad, tenían miles de voluntarios dispuestos a todo por ellos, podían perfectamente elegir la opción de plantar la cara al enemigo, pero se dieron cuenta a la mala que los últimos modelos de Tomahawk podían descender sin ser detectados incluso a un espacio del tamaño de una cabeza de banano y alzaron las manos, en masa.
Ya estamos en trámites para sumarnos a la resistencia, pero parece que la cuenta de correo que nos proporcionaron no la utilizan hace meses. Pedí a mamá apoyo para soportar esta temporada, le prometí no volver sin haber plasmado los ideales de Lenin en esta tierra morena. Ella como siempre tan dulce, me prometió que lo que había ahorrado para sus últimos tatuajes, me los enviaría para que tenga algo para ayudarme mientras me mantengo en la lucha a muerte contra el imperio.
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